La construcción cinemática de la ciudad: una aproximación a la actualidad de la Medellín representada*

The Cinematic Construction of the City: An Approach to Contemporary Representations of Medellín

* El artículo es parte de los resultados de la investigación titulada «Construcción cinemática de la ciudad. Representaciones y dinámica identitaria en la Medellín contemporánea», desarrollada entre 2017 y 2019 como parte de los procesos del Grupo de Investigación y Gestión sobre Patrimonio – GIGP, del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia, y está adscrita al Centro de Investigaciones Sociales y Humanas – CISH de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de esta universidad.

language DOIhttps://doi.org/10.22430/21457778.1285

Fecha de recepción: 24 de marzo de 2019
Fecha de aceptación: 06 de mayo de 2019

Cómo referenciar / How to Cite

Puerta-Domínguez, S. (2019). La construcción cinemática de la ciudad: una aproximación a la actualidad de la Medellín representada. Trilogía Ciencia Tecnología Sociedad, 11(21). https://doi.org/10.22430/21457778.1285

Resumen

El presente artículo es una apropiación de la propuesta de aproximación al cine del filósofo norteamericano Fredric Jameson para interpelar las nuevas formas de representación que aparecen en las películas recientes que están relacionadas con la ciudad de Medellín. El ejercicio teórico se realiza a partir de la obra de los noventa de Víctor Gaviria y de sus continuidades y rupturas con tres películas recientes de la ciudad: Mambo Cool, Los Nadie y Matar a Jesús, señalando tránsitos en las políticas locales de la imagen, su valoración moral y su sentido como proyecto urbano de Medellín. La representación cinematográfica aporta a la comprensión de un contexto social específico, develándose como un registro sintomático de sus contradicciones inherentes. Más que un estudio que agote el ejercicio de análisis, se trata de un ensayo propiamente dicho, donde se sugiere una aproximación no conclusiva, abierta y en constante proceso de constitución.

Palabras clave:representación cinematográfica-Medellín, cine-capitalismo tardío, narrativas cinemáticas, cine-aspectos sociales y culturales.

Abstract

This article is an appropriation of the approach to cinema proposed by the philosopher Fredric Jameson to question the new forms of representation that appear in recent films related to Medellín. The theoretical exercise is based on Victor Gaviria's work of the nineties and its continuities and ruptures with three recent films of the city: Mambo Cool, Los Nadie, and Matar a Jesús, pointing out transitions in the local politics of the image, its moral value, and its meaning as an urban project. Cinematographic representation contributes to the understanding of a specific social context, revealing itself as a symptomatic record of its inherent contradictions. More than a study that exhausts the exercise of analysis, it is an essay in which a non-conclusive, open and in constant process of constitution approach is suggested.

Keywords: cinematic representation-Medellin, cinema-late capitalism, cinematic narratives, cinema-social and cultural aspects.

INTRODUCCIÓN

Este artículo se ocupa de pensar las nuevas formas de representación en las películas relacionadas con la ciudad de Medellín. Aunque no puede concebirse como sistemática o exhaustiva, se trata más bien de una aproximación experimental y fragmentaria, que daría cuenta de cómo esas nuevas formas se manifiestan en las obras. La hipótesis inicial señala que lo representado en el cine se corresponde con la vivencia de una ciudad determinada y parcialmente caracterizable y, al mismo tiempo, con una vivencia más general y abstracta de la ciudad en el capitalismo tardío.

La representación cinematográfica ilumina tanto la interpretación de las dos experiencias, particular y general, como su tensión dialéctica. Para desarrollar el argumento, se hace una apropiación de la propuesta de aproximación al cine del filósofo norteamericano Jameson (2018), quien entiende que lo que se observa y puede analizar aquí son «narrativas sintomáticas» (p. 41), más que narrativas consolidadas o directas para tratar el problema; que el cine propicia elementos de representación, siempre abiertos y fragmentarios, parciales y meramente indicativos de aquello que están mostrando. De esta manera, las relaciones entre cine y realidad social, establecidas en el análisis, apelan a aquello externo a las obras (mediaciones históricas, conceptuales y políticas), y ayudan a iluminar, desde la intervención teórica de la que participa, la mediación consciente de quien interpreta. Lo representado en el cine es sintomático de aquello que sucede en la realidad social. Esa es la dialéctica representación-realidad que propone Jameson. Para cada caso, además, quien interpela las imágenes, el teórico, es quien se permite establecer ejes de análisis para identificar síntomas a partir de los cuales trabajar.

Jameson (2018) sugiere esta mediación consciente o participación activa en la generación de «hipótesis conspiratorias» (p. 30) en las películas, como forma de dar cuenta de la totalidad social de la que tenemos conciencia, o sobre la que debemos esforzarnos por tener conciencia. Con esto se refiere al uso de las películas para ir más allá de ellas. Esta fecundidad del cine para interpelar la realidad social hace que quienes interpretan las películas puedan establecer relaciones entre personajes, situaciones, lugares y objetos relacionados de una manera tal que conspiren y nos permitan pensar.

Aventurar hipótesis es, pues, nuestra forma de enfrentarnos, desde la teoría social, a la ambigüedad propia de nuestro tiempo, y las conspiraciones elaboradas desde el ejercicio de interpretación son formas de escapar a lo fatal de esa ambigüedad con respecto a lo que se dice, a lo que se nombra y a lo sobredeterminado, lo que Bourdieu (2007) llamó, para el caso de la televisión, la estrategia ideológica-mediática de ocultar mostrando. A lo que se refiere el filósofo francés es a que la televisión pone en «muy serio peligro» (p. 7) tanto las diferentes esferas de la producción cultural, como la vida política y la democracia, porque aquella es una forma muy sofisticada y contundente de opresión simbólica. En un plano más amplio, del cual también participa el cine como parte de un entramado de imaginarios mediatizados, se debe cuestionar la forma en la cual la representación de la realidad social es, al mismo tiempo, su constante delimitación y codificación de características concretas y excluyentes.

Medellín, particularmente, es una ciudad que habla mucho de sí misma, al borde de saturar sus posibilidades de representación, de ir más allá de su (de)limitada autorrepresentación (la producción de su propia imagen, administrada y en clave comercial). Se observará que estas nuevas películas relacionadas con la ciudad (y a las que haremos referencia más adelante), tratan consciente e inconscientemente este problema de representación porque la muestran, la registran, la ubican en sus narraciones y ubican las situaciones, personajes y objetos que presentan como propios del contexto y, por último, se constituyen en interlocutores activos y pasivos a la vez. En las obras, en sus imágenes, se desarrolla la tensión inherente a la ciudad real: una ciudad incluyente/una ciudad hostil, una ciudad próspera/una ciudad adversa, una ciudad que es promesa/una ciudad que es fatalidad, y una gran variedad de otras formas contrapuestas que crean dicha tensión.

Es en este sentido que el presente artículo entra a hacer parte de un texto conspiratorio, como expresa Jameson (2018), que se valora como

constitutivo de un esfuerzo consciente y colectivo por descifrar el lugar en el que estamos y los paisajes y formas a que nos enfrentamos en un final de siglo XX cuyas abominaciones se intensifican debido a su ocultación y a su impersonalidad burocrática (p. 30).

El complot es una estructura narrativa construida adrede en la intervención filosófica para desfigurar las aparentes continuidades de las estructuras narrativas de la ciudad, en particular, y del capitalismo tardío, en general, como proyecto colectivo y mundializado que se extiende a las puestas en escena en el cine. Es una estructura mediadora «imperfecta y alegórica» (Jameson, 2018, p. 39), consciente de la forma dañada de la expresión, que no puede evitar, para no caer en falsas totalidades, lo fragmentario y desfigurado. El problema, ubicado así en la ciudad de Medellín, es el de las posibilidades de la representación cinemática contemporánea.

Las narrativas sintomáticas se interrogarán, no para encontrar los mecanismos internos y técnicos de representación en las películas, sino para proponer asociaciones externas a ellas, entre la imagen y la realidad social. Este trabajo con las formas actuales en que el cine mediatiza y transfigura los imaginarios sociales es, de esta manera, un intento programático por aportar a la interpretación de la época contemporánea.

Otra premisa teórica de Jameson (2018) es útil para mirar de otra manera estas obras, que, sin duda, no se reducen a una de sus formas y ni siquiera a la que su creador pretendía porque es una caracterización abierta, donde se enfatiza en que no hay una sola forma de mirar y responder a las películas. Se trata de la consideración de que la función de las representaciones literarias y periodísticas, que autores como Anderson (1993) identificaron para la constitución de las comunidades imaginadas que son las naciones, y cuya vigencia se iría perdiendo a medida que el siglo XX obligaba a repensar las dinámicas locales y globales, no es, en este momento histórico del capitalismo tardío, la de «alegorización nacional» (p. 85). Esas «representaciones narrativas individuales por las que imaginar el destino nacional» (Jameson, 2018, p. 85) pierden contundencia, cuando no total sentido, con la sobrecarga de imágenes del siglo XX, que es asimismo sobrecarga y contraposición de sentidos ‒donde antes se auguraba unidad‒, y que se ha acentuado en un consumo masivo y casi sin frentes de control. La experiencia de lo social ya pasa, en sentido amplio, más por la experiencia colectiva desde el consumo de imágenes, que por la experiencia particular desde la vivencia de un contexto concreto.

Las alegorizaciones contemporáneas, en este orden de ideas, suspenden el sentido, si se permite la expresión, entre el plano local de una vivencia particular y el plano más homogéneo y colectivo de la sobresaturación de imágenes: imágenes morales, estéticas, políticas, económicas, entre otras, que han dejado de estar contenidas en un medio específico y que reproducimos en nuestra misma gestualidad y en nuestro mismo cuerpo. Las narrativas cinemáticas1 contemporáneas, propias del capitalismo tardío, no pueden evitar ser, incluso contra sí mismas, «representaciones de la posmodernidad global» (Jameson, 2018, p. 86). El caso de las narrativas cinemáticas contemporáneas de Medellín no es la excepción, si bien, como en todo caso particular, sus formas concretas implican matices y enfoques diferenciales.

LA CIUDAD CONTEMPORÁNEA Y SU PARTICULARIDAD LATINOAMERICANA

La ciudad contemporánea es resultado del proceso moderno capitalista que se agudiza en el siglo XX. Su constitución ha ido transformándose a partir de las lógicas de la valorización económica, el mercado internacional y los procesos sistemáticos de privatización. Esto se puede identificar, como plantea Harvey (2013), en la segregación espacial que acontece actualmente en nuestras ciudades, como una materialización o concretización del neoliberalismo, entendiendo este fenómeno no sólo en un sentido económico, sino estructural a la misma constitución de la sociabilidad urbana. Como la estructura de la ciudad es el producto de la dinámica capitalista, parte del problema proviene de la acumulación de capital en las ciudades, que se puede observar en el desarrollo de comunidades aisladas, con lo que se limitan espacios y paisajes en función de las clases sociales. En términos mucho más específicos, esto influye en los modelos de convivencia en la urdimbre urbana, que se determinan a partir de esta concepción del espacio en la ciudad, de fragmentación y hasta aislamiento de dinámicas y manifestaciones colectivas. Harvey (2013) se muestra, a propósito, pesimista: «La idea de que la ciudad podría funcionar como un cuerpo político colectivo, un lugar en y del que podrían emanar movimientos sociales progresistas, parece, al menos superficialmente, cada vez menos creíble» (pp. 36-37).

El caso latinoamericano, integrado en este proceso general, se desarrolla a partir de mediaciones históricas y culturales específicas. Tal como observa Romero (2010), en América Latina las ciudades fungieron, en la Colonia, como los centros de administración de los territorios conquistados y en proceso de conquista, asegurando la cultura europea colonial y su expansión a partir de estos enclaves dispersos. En la América hispana, particularmente, las ciudades configuraron redes de control del territorio y de diferenciación de los espacios rurales. Tal como argumenta el autor, el interés estaba en constituir una sociedad urbana «compacta, homogénea y militante» (p. 13), que se desarrollara de manera heterónoma respecto a la hegemonía de la metrópoli. Las ciudades tenían las funciones de asegurar el dominio de la zona, ser baluartes de la pureza racial y cultural del grupo colonizador, y promover el desarrollo de la región en que estaban insertas. En este sentido, el historiador argentino propone categorizar el proceso de constitución de la ciudad en la región según los cambios en la mentalidad de sus habitantes y como un progreso temporal, que comienza con la ciudad hidalga y transita hasta el siglo XX con la ciudad masificada.

En este caso, Romero (2010) identifica en la crisis de 1930 el momento de consolidación regional de la ciudad masificada. La explosión urbana transforma a América Latina, ante la precarización del mundo rural, dada la crisis económica internacional y la histórica desigualdad acumulada, y ante los imaginarios en construcción de las ciudades como espacios de realización individual y social, de acceso a servicios y a un estado social de bienestar. Ante la masificación, la fisonomía urbana cambia drásticamente, y las ciudades «dejaron de ser estrictamente ciudades para transformarse en una yuxtaposición de guetos incomunicados y anómicos. La anomia empezó a ser también una característica del conjunto» (p. 322). Los nacionalismos de los treinta, con que se consolida la forma masificada de vivencia de la ciudad en América Latina, tienen dos elementos centrales: una nueva burguesía nacional, que imita «el mundo europeizado» (Romero, 2010, p. 323) y controla los negocios y la política, y un Estado reconfigurado, que comienza a buscar representación y legitimidad en la asimilación política de las masas.

Romero se refiere, para dar cuenta de la tensión inherente a este proceso de conmoción social urbana, a la oposición entre la sociedad tradicional y el grupo inmigrante, que en un sentido más amplio se vislumbra como una oposición entre dos sociedades dentro de una sola: la sociedad normalizada y la sociedad anómica. Si la sociedad normalizada se encuentra frente al desafío de conservar sus privilegios de clase y su primacía moral, económica y estética sobre la ciudad, la sociedad anómica, compuesta de manera desordenada por los grupos marginales y los recién llegados, se encuentra frente a la búsqueda de mimetizar a esta primera y ganar un derecho a la ciudad. La masa, un «conjunto heterogéneo, marginalmente situado al lado de una sociedad normalizada» (Romero, 2010, p. 336), reconoce la mejor condición de los privilegiados, y quiere acceder a esa situación. Lo que se quiere resaltar es que, más allá de esta tensión desbordada y muchas veces tendiente a la violencia y la represión (propia todavía de la ciudad masificada en su contemporaneidad), no es la divergencia producida por la tensión social, sino el consenso que evita que todo se desmorone. Nadie duda de que la ciudad sea el lugar para la realización individual y social. Hay un cauce común en estas búsquedas dispersas de individuos y conglomerados, la promesa de la ciudad:

Algo identificaba, sin embargo, a estas dos sociedades tan diversas: la coincidencia en la revolución de las expectativas. El migrante recién llegado se parecía al más alto ejecutivo en que los dos querían dejar de ser lo que eran. Eso había instaurado la crisis: el triunfo definitivo de la filosofía del bienestar, definitivo sobre todo por la incorporación multitudinaria a ese credo de gentes que hasta la víspera no se hubieran atrevido a acariciar la esperanza de romper el círculo de fuego de la miseria. Pero una vez en la ciudad, aun en el último peldaño del sector deprimido de la sociedad, parecía legítimo esperar el éxito económico y el ascenso social (Romero, 2010, p. 366).

Nadie quiere renunciar a la ciudad, que se aparece como «un derecho» (Romero, 2010, p. 330) y una necesidad. Pero luego de este proceso animado y esperanzado de masificación de las ciudades, viene la debacle del optimismo que justificó la violenta diferenciación social que se materializó en el espacio urbano.

Si la constitución de las ciudades implicó una «revolución de las expectativas» (p. 366), la ciudad del capitalismo tardío no se piensa ni se justifica tan claramente, y esta situación nueva y problemática se expresa de manera muy contundente en la dimensión imaginaria de la cultura.

De ahí que el cine de Medellín de las últimas tres décadas sea uno que constantemente apele al no futuro de los habitantes periféricos2 . Si la «revolución de las expectativas» implicó un «cauce común» en el que se encontraron la sociedad anómica y la sociedad normalizada de la ciudad, lo que se desdibuja en su contundencia, si bien no totalmente, es este consenso. La hostilidad de la ciudad no es tan soportable como antes, el concepto de progreso que la sustentaba se ha desgastado y nada lo ha reemplazado, más allá del discurso de autoconservación.

Es verdad que Medellín, particularmente, ha procurado revitalizar su concepto de progreso para legitimarse como ciudad, uno que naturalice la distribución desigual del espacio y de los beneficios de la ciudad. Sin embargo, parece que el discurso es insostenible. La radicalidad de la segregación ha sido canalizada, no por este discurso oficial de reintegración hacia un cauce común, sino por la nueva hegemonía del narcotráfico y la delincuencia organizada, al punto que, como sugieren investigadores de la actualidad del fenómeno, como el sociólogo Pécaut (2001), «la violencia se ha convertido en un modo de funcionamiento de la sociedad» (p. 91).

A diferencia de la ideología progresista clásica de la sociabilidad en la ciudad, estas ideologías, más directamente individualistas, legitiman de manera más explícita la violencia frente al otro y la atomización del tejido comunitario que funda lo urbano, y propician, además, que los espacios marginales no sean meramente unos de supervivencia en el mediano y corto plazo, sino que los naturaliza y normativiza como inherentes e inevitables. La representación cinematográfica registra y expresa esta hostilidad y este odio.

LA CONSTRUCCIÓN CINEMÁTICA DE LA CIUDAD

Una cinematografía urbana

En términos históricos, el cine colombiano ha sido predominantemente urbano (Osorio, 2018, p. 132), y las obras contemporáneas no son la excepción. El cine que en sus narrativas ha implicado el registro y uso de Medellín, esto es, la representación cinemática de esta ciudad, es uno que tiene claramente un protagonista: el cineasta Víctor Gaviria3 . La obra de este director aparece, precisamente, en los años de auge del narcotráfico en la ciudad, y sus largometrajes Rodrigo D. No Futuro (1990) y La vendedora de rosas (1998) generaron un gran impacto, no solo por el enfoque realista-social que encuadra lo marginal propio de la ciudad, sino también, y más importante, porque los jóvenes sicarios y las niñas vendedoras de rosas de estas películas dan cuenta de la ruptura del consenso social al que se ha hecho referencia, y que es propio de ese momento de la ciudad. Pareciera que un pesimismo radical se imprime en estas películas de Gaviria, uno que sugiere, precisamente, que la «revolución de las expectativas» (Romero, 2010, p. 366), que había implicado una cierta resiliencia de la ciudad respecto a sus contradicciones y jerarquías violentas, ya no es algo acordado por sus habitantes.

El no futuro del cineasta es encarnado por personajes que, pese a su juventud, no encuentran posibilidad alguna de acceder a la ciudad y sus supuestos beneficios, y que parecen, incluso, capitular ante esta noción de la ciudad como promesa. Los jóvenes sicarios y las niñas vendedoras de rosas no participan del consenso de la ciudad, y no están siquiera incluidos en sus lógicas productivas, como individuos asalariados o explotados en el esquema de producción. Su marginalidad es más radical, es «improductiva» (no está integrada al sistema socioeconómico) y no contiene la justificación del «posible» ascenso social (no está integrada al correspondiente sistema moral); la aparición de estos sujetos de ciudad incomoda de manera distintiva, al no poder ser integrados a las categorías socialmente delimitadas de lo marginal, aquellas que no ponen en riesgo el consenso desarrollista y el ethos capitalista ,es decir, lo que se asume como una precariedad pasajera, propia de una situación de clase, frente a la que el capitalismo y la ciudad prometen ascenso social y superación.

El «método dialógico» de Víctor Gaviria

El efecto de esta aparición incómoda en la gran pantalla es mayor si se valora el método del cineasta, que es, tal vez, lo que se ha buscado continuar como un estilo o tendencia para cierto cine local. Rodrigo D. implicó, como observa Osorio (2016), una ruptura histórica, «tanto en la historia del cine nacional como en la imagen que propios y extraños tenían de Medellín» (p. 16). Gaviria trabaja a partir de un «método dialógico», que implica que

sus largometrajes son historias construidas a partir de diálogos con los sujetos que experimentaron las realidades que terminaron plasmadas en la pantalla, y fueron también ellos mismos quienes realizaron las actuaciones en los papeles de los personajes que correspondían con su experiencia (Puerta-Domínguez, 2016, p. 31).

Los personajes de las películas mencionadas delatan una relación muy contundente de la ficción con la realidad, lo que obliga al espectador a encontrarse frente a una actuación que es, al mismo tiempo, el ejercicio del recuerdo, que hace que el proceso de encarnación de los personajes sea la vuelta sobre la experiencia vivida de estos sujetos: hay una protoidentidad entre los personajes y sus actores, es decir, una coincidencia entre sus vidas y aquellas que deben actuar, y entre ellos y la ciudad que, dado que lo representado es la precariedad individual y social que es su propia experiencia de vida, es acusadora de una condición de la ciudad.

La narrativa del no futuro de Gaviria privilegia la presentación de un universo (Puerta-Domínguez, 2016, p. 33), en vez de una línea argumental unívoca y común, haciendo primar la coralidad del relato sobre las individualidades y sus motivos personales de acción. Esta invitación al universo implica que la dialéctica entre la ciudad y los habitantes es lo primario y dinámico, al punto que la ciudad aparece como personaje, tal como se ha observado, en un sentido amplio, en otros cines latinoamericanos contemporáneos (Bórquez-Núñez, 2016, p. 83).

Se ha dejado de lado la representación de la ciudad como «tarjeta postal» (p. 81), para que aparezca como portadora de agencia y sentido: articula las relaciones entre los individuos y el grupo, se carga de los procesos que en ella suceden, y los personajes aparecen, más que como sujetos autónomos, errantes y perdidos, como apéndices o extensiones de la ciudad. Ellos encarnan un universal social del contexto urbano, están enraizados en las laderas por las que patrullan o divagan y sus decisiones parecen corresponderse con el entorno que aprisiona y delimita sus íntimas consideraciones.

El diálogo con la obra de Gaviria

Las diversas obras cinematográficas que están constituyendo actualmente un nutrido y valioso grupo, con lo que se beneficia sobre todo la imagen de la ciudad, son sin duda deudoras de las iniciativas estilísticas del cine de Gaviria, dialogan con su obra y son vistas por los espectadores en clave de ese diálogo. Es posible encontrar dos formas distintas de continuidad con la obra de Gaviria y su puesta en escena del no futuro con que ha representado la ciudad, dos formas que revelan, por un lado, una absorción de su efecto de shock4 , y por otro, una revitalización del mismo, un movimiento conservador y otro valorizador de su sentido crítico, respectivamente.

La primera forma de continuidad, si bien no se puede reducir a mero conservadurismo, sí contiene un matiz a problematizar en este sentido, se manifiesta en la recepción aprobativa del público y los medios (una buena recepción, incluso celebratoria, a diferencia de las películas de Gaviria de los años noventa)5 . Así, las películas Los Nadie (2016) y Matar a Jesús (2017), representan esta forma. La segunda forma, más aislada pero no por ello menos fecunda para pensar (no menos conspirativa, siguiendo la lógica de Jameson (2018), está representada en la película Mambo Cool (2013), de discreta divulgación y mala recepción en medios.6 Son continuidades distintas las que se dan entre esas películas de los noventa de Gaviria y las películas actuales. Por un lado, en las películas Los nadie y Matar a Jesús, cuya continuidad con el referente señalado es respecto a decisiones de contenido y procedimiento metodológico, permanece una idea general de realismo, permanece el uso de actores naturales y, por supuesto, la representación de una ciudad contradictoria y violenta. Por otro muy distinto, la película Mambo Cool sugiere una continuidad de otro tipo, mucho más profunda y relevante respecto al aspecto moral antes señalado, de la producción de un shock o ambigüedad de lo representado; la relación es más bien de forma, no en un sentido técnico sino, como se verá, de composición narrativa y complejidad cinemática.

En la obra de Gude (2013), la marginalidad de los personajes que encarnan la violencia estructural de la ciudad, de nuevo, como los jóvenes sicarios y las niñas vendedoras de rosas de Gaviria, es una que los excluye de la división social del trabajo (un esquema de orden que, por problemático, no deja de ser ordenador) y de las lógicas de producción y explotación. La opacidad de los personajes, la ausencia de una identidad inmediata con las lógicas de integración y segregación propias del sistema social, es amenazante para el espectador: las películas le sugieren, de manera oblicua y meramente parcial, que el problema social de la ciudad no es uno que se corresponda a un momento histórico que se puede superar en una etapa superior o mejor del mismo sistema. La opacidad de los personajes, esa ambigüedad o lejanía respecto al juicio moral que producen, sugiere que el problema que encarnan en su interpretación y sus cuerpos es menos asible o delimitable que lo que se ha pensado y digerido socialmente de manera reconfortante y evasiva, esto es, un capitalismo en proceso, que se dirige por sí mismo y naturalmente a una situación mejor.

Las transfiguraciones no son simples o unilineales, y responden incluso a unas formas de hacer cine que han ido cambiando la profesionalización de los grupos de creación y la financiación de las obras7 , y de las que el mismo Gaviria se ha nutrido, al punto que sus películas de los noventa son muy distintas a las dos posteriores.

Transfiguración cinemática

En Los Nadie (2016) y Matar a Jesús (2017) es clara la asimilación del principio cinemático de Gaviria, pero, al mismo tiempo, hay una apreciación que inicialmente parece un retorno a una forma más tradicional, revelándose luego como un tránsito, una transfiguración que es tanto estilística como del contexto histórico. Los personajes de Gaviria aportan, dada la protoidentidad entre los actores y sus personajes, una impresión de realidad que deriva en la consideración, casi inmediata, de que aquello que es presentado podría suceder a la vuelta de la esquina, tras salir de la función. Hay algo de genérico, y por eso de valioso, en la autenticidad de los personajes así construidos, como presentación compleja de la ciudad y, simultáneamente, advertencia a sus habitantes y visitantes; genérico porque no se deja fijar a una categoría o situación social particular, porque se evade de una delimitación y aislamiento casuístico, para ser más bien presentación de un fenómeno estructural, inherente al proceso histórico concreto de Medellín.

En el caso de estos nuevos directores y películas, los personajes se alejan de esa protoidentidad. Están más individualizados, más cerrados en sus propios términos (delimitados y constituidos en términos casuísticos), apelando no a la ciudad o al trabajo etnográfico que acompañó a Gaviria para la composición de la narrativa, sino a la intimidad y la personalidad misma que estos realizadores les imprimieron: son historias más específicas y personalidades más específicas, con objetivos y motivaciones relativamente claros.

Esto es interesante porque sucede, como observa Bórquez-Núñez (2016) para el caso chileno, que las locaciones de estas obras recientes adquieren un «carácter hermético» (p. 81) y no orgánico, como espacios de ciudad, para representar argumentos intimistas, casi como meros pretextos o, más bien, prolongaciones del aislamiento de los individuos. La ciudad es presentada, como en el cine de Gaviria, como hostil; pero a quienes registra la cámara, a quienes padecen el contexto, no es fácil yuxtaponerlos a esa coherencia genérica que, a manera de shock, producía la obra del mencionado pionero. Esto no es, de ninguna manera, una mera deficiencia o, como se dijo antes, un retorno a una forma menos lograda de cinematicidad. El cine de estos directores sugiere nuevas relaciones posibles y una experiencia sociológica que ha ido transitando hacia algo diferente, tanto como motivo de la representación como de la interpretación de la imagen.

Una nueva cinematicidad cerrada y autocontenida

Los individuos presentados por Gaviria tenían una relación más orgánica con la ciudad en que acontecía lo narrado, eran su prolongación, emergían de ella y daba la impresión de que eventualmente volvían a ser tragados por la ciudad. Los personajes presentados por Mora y Mesa, por el contrario, aparecen en una paradoja igualmente violenta pero distinta: son individuos específicos, no genéricos, que se encuentran aislados e igualmente en proceso de ser engullidos por la ciudad (es decir, agredidos física y afectivamente), pero dado que tienen personalidades tan delimitadas, este aislamiento y esta agresión tienen otro sentido: participan de manera diferente con respecto al espectador, permaneciendo de manera más pasiva o cómoda en la ficción propia de las películas.

No se está recordando, se está actuando, los personajes pertenecen al ámbito aislado de la representación y de la ficción, no comprometen las designaciones semánticas que ordenan las problemáticas urbanas y la injusticia abstracta que las acompaña. Sin dejar de señalar el carácter estructural de la violencia y precarización urbanas, estas películas hacen permanecer lo representado en un marco cerrado y autocontenido.

Su relación con la ciudad es una propiamente individualizada, atomizada respecto a los niños y niñas que consumen pegamento y a los jóvenes sicarios de Gaviria. Los sicarios se presentan de manera coral y articulada a las formas lúgubres que les sirven de escenario, mientras que los niños fungen como agentes, son independientes de estos espacios, van por sus propios caminos. Mientras que los personajes de las películas de los noventa se superponían estrepitosamente unos a otros, sin una fácil jerarquización de sus apariciones, personalidades e importancia en el relato, los personajes contemporáneos tienen apariciones y motivaciones puntuales, que están directamente relacionadas con el hilo argumentativo que propicia la agencia en la película y su desenlace narrativo: su agenda no es azarosa o impredecible, como lo era en el caso de las películas antes mencionadas. Esto quiere decir que esa aparente vuelta a personajes principales, más «clásica» que lo que Gaviria produce en su realismo, es más bien una correspondencia con una ciudad que se presenta con características distintas.

Estos nuevos personajes, testigos individuales, aportan de nuevas maneras a las «narrativas sintomáticas» (Jameson, 2018, p. 41) con las que el cine representa el capitalismo tardío, enfatizando más en su situación como individuos que en la particularidad de la ciudad. La totalidad social se arrincona y se pone en primer plano una vivencia individual cerrada en sí misma. La escisión entre la ciudad y los personajes presenta, así, una forma también distinta de lo genérico: una visión de totalidad que delata lo fragmentario de las ciudades contemporáneas (en guetos, en espacios aislados y sin relaciones sociales asociadas) como lo común, a partir de la fluidez y desinterés en que los personajes la transitan.

Si la estética cinemática de Gaviria apelaba todavía ,si bien de manera transfigurada, al modernismo del neorrealismo y sus decisiones formales de intervención del relato fílmico, que articulaba de manera dependiente personajes y entornos urbanos ruinosos o marginales, el tránsito al que se hace referencia vincula a esta apreciación otras consideraciones que acentúan en lo tardío del capitalismo o su lógica posmoderna, en su hecho enfáticamente presente y enfáticamente globalizado; la estética de estas películas se corresponde, de manera específica para el contexto de capitalismo dependiente y subdesarrollo local, con una «estética de la singularidad», como la llama Jameson (2015), en la que prima el ahora abstracto (globalizado), y no el tiempo concreto e histórico (localizado).

Hay, además, un acentuado cuidado preciosista en el registro cinemático de la ciudad, en el que «la cámara exalta su capacidad de revelar lo bello por encima de lo funcional, en donde predominan tomas panorámicas de espacios urbanos que son el ejemplo de un estado social que ha cambiado de modo absoluto» (Bórquez-Núñez, 2016, p. 83). La ciudad contribuye más de manera visual que como elemento dramático, plantea este autor, para el caso de las películas recientes en Santiago de Chile, al punto que la presentación de la ciudad plantea imágenes que «no dan cuenta de las tensiones existentes en estos espacios» (p. 84).

La ciudad aparece todo el tiempo como reconocible, pero, al mismo tiempo, como móvil y sin referentes que narrativamente anclen las acciones. Esto hace que el escenario de la narración sea importante, pero no porque ubique al espectador en lo particular del contexto, sino porque lo lleva a considerar que aquello podría ocurrir en cualquier parte, como contraparte de los relatos que Anderson (1993) identificaba en el siglo XIX como productores de localidad y particularización de vivencias8 , y donde la identificación del contexto, el imaginario local común, define el sentido de las imágenes. La ciudad presentada queda así sobrecargada de sentido, es decir, su sentido va más allá de ella misma, haciendo indeterminable aquello que es propiamente local y aquello que es, más bien, un plano ante todo global de la experiencia urbana, propiciando una condición de totalidad que remite al sistema-mundo como problema, más que solo a Medellín, y que el espectador logra dimensionar, así sea de manera indirecta, desde las mismas imágenes de ciudad que se escapan a este anclaje narrativo.

El inconsciente geopolítico: una alegorización del presente

Jameson (2018) se refiere a esta clase de relaciones entre las películas y sus espectadores como unas que ocurren y se determinan por un «inconsciente geopolítico» propio de la disposición de los sujetos a la alegorización del presente, que acá se manifiesta y tiene relevancia en cuanto expresa condiciones propias de su vivencia de ciudad y del sistema-mundo en su imbricación. Este alejamiento de lo concreto del espacio nos habla de una ciudad que se mira a sí misma desde referencias cada vez más sintomáticas de un fenómeno mediático y globalizado, que tiende a ser determinante en la producción de imaginarios y que tiene poco de local en su constitución permanente. Siguiendo esa misma línea argumentativa, la ciudad parcialmente definida y sectorizada de la obra de Gaviria adquiere nuevos elementos en la representada por Mora y Mesa. De modo contrario a lo propio de la filmografía de aquel, prima en estas nuevas obras una indeterminación del espacio y una difícil, si no inexistente relación de continuidad. Arrancados de una geopolítica de la ciudad fija y claramente excluyente, enclasada y con sus propios signos de distinción, los personajes atraviesan contextos urbanos con contornos mínimos y licencias contradictorias. Del registro de zonas empinadas y precarias se pasa con agilidad a lugares aparentemente céntricos, y de ellos se sale nuevamente de la ciudad y de vuelta. Un espectador local puede afirmar, sin duda, que esa es su ciudad, y pese a ello no puede dejar de aceptar que la huida a lo familiar es una constante de las búsquedas que la cámara le propone con esas imágenes. El paisaje posindustrial de Medellín (turístico, de servicios, gentrificado y renovado en su autoimagen) y, sobre todo, su correspondiente dinámica sociocultural, está siendo apenas expresada en su cinematografía.

La referencia respecto a una «estética de la singularidad», como irónicamente la llama Jameson (2015), debe ser matizada en su valor interpretativo. El contexto es otro y, a diferencia de los imaginarios a los que se refiere el norteamericano y de sus planos sociológicos de referencia (un estado de bienestar generalizado que se desdibuja en el capitalismo tardío), no hay en la ciudad latinoamericana, acá representada, un paralelo inmediato. Lo que para el cine (que se correspondería con la crítica marxista que realiza Jameson) es una clara ruptura con un modo de vida que existió pero que nunca se llegó a realizar completamente, para el cine latinoamericano, donde también aparece ese mismo motivo, es decir, el modo de vida moderno y su ganancia histórica ahora en peligro, ha sido siempre una impresión fantasmal y una presencia mediatizada pero no aplicada en la configuración urbana y en la experiencia pública. De ahí que, siguiendo a Romero (2010), sea fundamental la presentación de la ciudad en su particularidad latinoamericana y la continuidad histórica, en esta particularidad, de unas formas dependientes y precarias de acceso a la modernidad. Habría que matizar, asimismo, y en este sentido, los motivos de los personajes errantes por la urdimbre urbana, sus búsquedas y sus desencuentros socioafectivos. Aquello que se ha perdido, o que se presenta en las obras como ausente o en proceso de desestabilización, nunca estuvo propiamente vinculado a la sociabilidad urbana local. Como impresión fantasmal, es la vivencia común entre el espectador y lo representado, y el logro cinemático se debe valorar en cuanto a la presentación de la expresión aguda o no de esta situación ambigua, tan específica del contexto y tan diciente del sistema socioeconómico global que lo rige. De ahí que se valore la representación de personajes y situaciones que no aparecen como fácilmente absorbibles a las lógicas y justificaciones racionalistas y morales de la época, y se encuentre a aquellas que no continúan con esta lógica como problemáticas para el potencial crítico de la imagen.

La política de la imagen

Paula, protagonista de Matar a Jesús, transita por la ciudad con soltura y, una y otra vez, cruza umbrales de diversa índole: económicos, de seguridad, culturales (festivos y cotidianos); así mismo, Ana, la Mona, el Pipa, Manu, la Rata y Mechas, de Los Nadie, pasan de las laderas al centro y del tráfico a la fiesta en una constante que hace de la ciudad un elemento predominante y variopinto. En ambos casos, lo representado sugiere situaciones de la violencia estructural de la ciudad: en Matar a Jesús, la pobreza y la violencia que une a dos individuos en una situación paradójica y trágica (hay que anotar como un gran logro de la película el que no sea posible una relación afectiva entre ellos9); en Los Nadie, la exclusión económica y la pérdida de esperanza de la juventud en el ascenso social local, desde diferentes vivencias de los personajes y resuelta en la decisión común de huir de la ciudad. Ambos son relatos de la marginalidad inherente a la ciudad, y, al mismo tiempo, y a diferencia de Gaviria, estetizaciones formales que permanecen en el plano de la representación sin hostigar al espectador; es decir, no cruzan el umbral que va de la representación a la realidad, donde las imágenes, como exalta Belting (2007), dejan de aparecerse en su mera pasividad y se revelan como activas y cuestionadoras de quienes las producen:

Desde la perspectiva antropológica, el ser humano no aparece como amo de sus imágenes, sino ‒algo completamente distinto‒ como “lugar de las imágenes” que toman posesión de su cuerpo; está a merced de las imágenes autoengendradas, aun cuando siempre intente dominarlas (pp. 14-15).

Puede apreciarse, en consecuencia, un movimiento en la política de la imagen (esto es, en la valoración moral de la imagen y su función representadora), tal como se ve en los medios de comunicación y lo evidencia el público que ve estas películas. Su aceptación y correspondencia con las obras, su celebración de estos registros cinemáticos de la marginalidad en Medellín, contrastan con el otrora desprecio hacia las películas de igual temática que Gaviria hizo en los noventa. Algo tiene que haber cambiado para que, pese a la insistencia en el realismo social y la denuncia de una violencia estructural a esta ciudad, sus imágenes hayan dejado de ser repelidas para ser, por el contrario, absorbidas con alacridad. ¿Qué ha sucedido para que los espectadores y los medios acepten estas películas? ¿Se trata de un avance moral o un retroceso, o más bien de una presentación formal distinta del contenido, que transfigura esencialmente su sentido sociológico?

Ante la incapacidad de descubrir el complot que aquí se ha construido para relacionar el cine y su contexto social específico, es preferible lanzar una hipótesis de trabajo: tanto el contexto fílmico local (la industria, los creadores y sus películas) como el público y los medios interesados en el consumo de las películas han encontrado una forma de hacer menos incómodo un relato de ciudad al que, saben, no pueden renunciar, y lo han hecho como una transfiguración de la política de la imagen. Ciertamente, se ha engrosado la brecha entre cine y realidad, entre representación y experiencia social, a partir de un sutil cambio en la dialéctica entre los personajes y la ciudad. Se ha fragmentado su relación, se ha desnaturalizado una dependencia expresiva entre ambos, y la mayor claridad que esto ha aportado a los personajes (mejor delimitados como prolongaciones biográficas de sus realizadores, que aportan a retratos intimistas o, al menos, específicos) ha implicado un debilitamiento en su ambigüedad y su capacidad para corresponderse orgánicamente con el contexto urbano. Ambigüedad que es incómoda, problemática, porque le sugiere a quien observa que no todo está bajo el control de sus categorías, que es más difícil de nombrar (controlar) el problema y de ubicarlo en una trama solvente y tranquilizante.

La ambigüedad de Mambo Cool

En este sentido, la continuidad del realismo de Gaviria no es necesariamente el de estas películas tan cercanas a sus temáticas de juventud, ciudad y marginalidad, o no lo es solamente de ellas. De esta manera, la película de Gude (2013) establece una relación de continuidad con un significado más profundo, sin apelar al mismo registro de ciudad y de su vivencia en el errar de los personajes. Hay algo que las une y que revela algo más, y que, en contraste, se pierde en las obras más recientes de otros realizadores: la imposibilidad de identificación con los personajes, que se logra gracias al hecho de que su marginalidad se presenta como externa o irreducible al sistema social mismo (de clases y de consenso respecto a la ciudad como promesa). Más cercano permanece Gude porque sus personajes y situaciones, como los de Gaviria, escapan al consenso propio de la ciudad: la expectativa de la ciudad como promesa de bienestar. Lo interesante es que el norteamericano logra este efecto de manera distinta. En Mambo Cool, la ciudad es apenas sugerida. Los entornos minimalistas y oscuros acompañan de manera discreta a los personajes, que se desenvuelven e intiman con la cámara en largos monólogos, a la que miran directamente y a la que van presentando sus personalidades particulares.

En la película de Gude, la condición de marginalidad y su forma ambigua, en el sentido en que se ha desarrollado este artículo, está apenas esbozada. Todo parece ser indirecto, oblicuo y solo sugerido. La película nos plantea una condición precaria de base, prostitución y drogas, que ocurre en algún lugar indistinguible de la ciudad (los escenarios son interiores oscuros, o registro de espacios anónimos del tejido urbano). Nos presenta personajes que, delimitados bajo estas condiciones, se desdoblan y resultan mucho más lúcidos y elocuentes de lo que los escenarios en los cuales se enmarcan y sus usos narrativos nos sugieren. La ausencia de la ciudad como registro es, en la película, la forma en que Gude obliga al espectador a reconstruirla. La imagen es así, agente, porque obliga a la participación y a la implicación moral. El espectador, si permanece, se da cuenta que su juicio inicial se debe borrar para ser reemplazado por uno más inseguro: los personajes bailan, se presentan como poetas y valoradores de su experiencia de vida; son reflexivos y bastante impredecibles, sin motivaciones que, narrativamente, muevan el relato. Como en la novela del uruguayo Onetti (1981), todo queda «flotando y dudoso» (p. 157), y hay una necesaria responsabilidad moral del espectador de confrontar su propio juicio, en este caso, sobre su experiencia de ciudad.

La continuidad podría entenderse como formal, como un común interés en el atiborramiento barroco de las obras a partir de la ambigüedad de sentido que producen sus diversas voces. Lo barroco como categoría de la teoría del arte no es fácil ni probable de definir. El intelectual cubano del neobarroco Sarduy (2013) no escatima el desarrollo del concepto ni el intrincamiento de sus potencialidades y estrategias. En este artículo se entiende en un sentido general de atiborramiento y descentralización de los elementos de la composición artística, con lo que la obra siempre desborda cualquier sentido posible y, en ese caso, se presenta siempre distinta y problemática; esta valoración de lo barroco, como observa Sarduy (2013), sugiere un importante «impacto didáctico» posible y deseado (p. 135).

Sentidos diversos y problemáticos

En Gaviria y en Gude, más allá de que se opere de manera muy distinta respecto al montaje y el trabajo con la ciudad, los actores naturales se presentan como un conglomerado heterogéneo y de múltiples voces yuxtapuestas, que impiden jerarquizar e identificar un hilo narrativo hegemónico y de cierre de sentido del relato. Hay un atiborramiento de experiencias en la película del norteamericano, expresadas en sus voces, sus gestos (las manos que arman las pipas, por ejemplo), sus acciones (bailar, compartir poemas), que descentralizan de manera radical cualquier sentido unívoco de la precariedad registrada. Sucede de manera similar en las películas de los noventa del cineasta antioqueño: los protagonistas se desdibujan en un conglomerado de personajes que se aparecen como independientes y llenos de contenido no desplegado en la historia narrada, llenos de gestos y recuerdos encarnados en sus actuaciones, que se delatan en su soltura y habilidad para manejar las motocicletas, por ejemplo, en Rodrigo D., o para sobrecargar el lenguaje con expresiones e insultos sumamente propios.

No son procesos cinemáticos idénticos, pero en ambos hay algo que molesta y que se nota en el enjuiciamiento moral de la ciudad. Si los personajes de Gaviria representan la precariedad desencantada del proyecto de ciudad, los de Gude parecieran sugerir un nuevo momento histórico de ese mismo proceso, pues sus padecimientos son menos protagónicos en sus relatos, sus presentaciones e intimidades compartidas.

Desde la forma se revela, entonces, una diferencia interesante: si en Los Nadie y Matar a Jesús la marginalidad aparece dentro del sistema social y no fuera de él, en Mambo Cool la marginalidad es radical, con sujetos indeterminables, no integrables a la lógica social. Sin embargo, a diferencia de la obra noventera de Gaviria, sus personajes son, como en las otras dos películas, individuos aislados y completamente desarraigados. De hecho, en este caso particular la escisión entre los personajes y el contexto es mucho mayor. A diferencia de lo que sucedió con las películas de Mora y Mesa, los medios atacaron la película de Gude. El periódico El Mundo publicó un artículo en el que se le acusa de presentar una mala imagen de la ciudad, muy al estilo de las críticas que Víctor padeciera por sus películas: «Solo hubo espacio para la indigencia, la drogadicción, la prostitución y la criminalidad, en estancias cerradas que impiden contemplar el cielo y el paisaje medellinenses» (Vélez, 2013). El símil con el cineasta de Rodrigo D. es sugerente. Gude, el «gringo» (2013), es el nuevo Gaviria, el que propone formas indeseables de la representación de la ciudad, mientras pareciera complaciente, para medios y público, que los locales continúen en otro sentido el legado del cineasta desligándolo de su carga de ambigüedad.

A modo de cierre

Al hablar de la imagen-espectáculo con que los españoles pretendieron hacer de los indios de México «nuevos hombres» en el siglo xvi ‒obras de teatro y «de variedad», cuyas narrativas relacionaban la historia sagrada y la tradición hagiográfica cristiana, referencias culturales propiamente hispanas y las más genéricas de Occidente de la naturaleza, lo divino, la historia, la causalidad y el espacio‒, Gruzinski (1994) resalta que, en los confusos entrecruzamientos que los atónitos espectadores debían realizar para comprender e interiorizar, se fue dando una negociación, de apropiaciones y renuncias, que no solo modificó, efectivamente, a los indios, sino también a sus instructores.

Si las formas de representación de la experiencia urbana contemporánea y, más ampliamente, la vivencia del capitalismo tardío, se dan en lo que Jameson (2015) llama «la estética de la singularidad», las formas en que la experiencia local asimila este relato global obliga a una reconsideración: en América Latina, muchas de las referencias son más fantasmagóricas que reales. El Estado de Bienestar, la ética protestante o ethos realista como predominante, la seguridad rural y urbana, la relación con la globalización del mercado y la predominante mediatización del discurso social, son entrecruzamientos de los imaginarios que llegan con los medios y las realidades específicas de capitalismo dependiente y subdesarrollo que se viven. Muchos de los motivos característicos de las obras norteamericanas, europeas e incluso asiáticas que utiliza Jameson para trabajar: la soledad y dificultad de la afectividad, la exploración a la deriva de la ciudad y la identidad o su ausencia entre individuos y espacios, contienen tanto una apelación a lo vivido como a lo no vivido y solo conocido en cuanto mediatizado; estos mismos motivos, en América Latina, se aparecen tan problemáticos y misteriosos como en las imágenes-espectáculo de la Conquista: hay una lejanía que se quiere superar, pero solo se logra en su fantasmagorización. Aislando y resignificando los análisis del historiador francés, la tensión entre imaginarios del siglo XVI es todavía, bajo nuevas lógicas globales, pertinente y atinada para el XXI apenas en gestación: «Cada vez, la confusión de los registros temporales y la pulverización de las referencias culturales producen una memoria atomizada, heteróclita y fragmentada que el espectador integra con más o menos fortuna a su propia experiencia» (Gruzinski, 1994, p. 95). Se debe insistir en la particularidad del capitalismo tardío y posindustrial en América Latina. No podemos obviar tener la impresión de que se está apelando más a una imagen geopolítica global de la ciudad que a lo que verdaderamente podemos experimentar en el contexto, y que sólo permanece, como expresión de dicha impresión, la ausencia de un marco de referenciación que satisfaga la función representacional. La mímesis posible de la experiencia urbana, una imagen de afinidad consecuente, está siendo, por un lado, su reconstrucción globalmente mediatizada (una prefiguración de lo local, sin llegar nunca verdaderamente a serlo), y por otro, el extrañamiento radical, una otredad que se aparece, cuando menos, incompleta respecto a esa experiencia.

De la experiencia cinematográfica de la ciudad a su vivencia cotidiana hay una brecha que no puede ser cerrada (y que no se puede pretender cerrar), pero lo que puede revelar la primera sobre la segunda permite hacer una reflexión rigurosa sobre el problema profundo de su forma contemporánea. Las ciudades como espacios específicos de realización del ideal del capitalismo están cubiertas por un velo ideológico que, de tanto repetirse, se ha hecho verdadero: la ciudad como lugar del éxito, de realización individual y social, la ciudad como el espacio de la innovación y como testimonio de las posibilidades emancipadoras del capitalismo.

Medellín se ha atiborrado de sus propios discursos al respecto, con un éxito considerable a nivel local y también regional. Aquello que he querido presentar como formas conspiratorias de la representación cinematográfica, en estas películas ya clásicas y recientes de la ciudad de Medellín, son búsquedas por franquear esa verdad absoluta del discurso autocomplaciente y presentar fisuras que, como formas subliminales, las películas permiten revelar. Impedir el cierre del universo del discurso obliga a no escatimar recursos y, por supuesto, a no reducirse a ninguno.

NOTAS AL PIE

1 Adopto la expresión de «lo cinemático» del filósofo estadounidense Noël Carroll (2005), para enfatizar en la facultad del cine de tener un papel activo en la constitución de imaginarios sociales de gran alcance. Así, construir cinemáticamente la ciudad se refiere a la capacidad del cine para influenciar los imaginarios sociales que devienen en consensos sobre la experiencia común, aportando a la legitimación o deslegitimación de un mundo de vida urbano, sus jerarquías, violencias y organización general.arrow_upward

2 No se trata, por supuesto, de un fenómeno específico de esta ciudad colombiana. Es un problema regional (y hasta global) y en el país se manifiesta en sus distintas urbes. En el plano cinematográfico, la experiencia de la Medellín contradictoria se puede identificar también, con claridad, en los casos de los cines de Bogotá y de Cali, cada una expresada en su particularidad estilística. En Bogotá, propuestas tan tempranas como Raíces de piedra (1963) y Pasado el Meridiano (1966) de José María Arzuaga, y Chircales (1972) de Marta Rodríguez y Jorge Silva, darían la pauta respecto al amplio espectro del registro de esta ciudad, sus tensiones y desigualdad estructural, hasta las más recientes, como La Playa D.C. (2012), de Juan Andrés Arango, Señoritas (2013), de Lina Rodríguez, La noche herida (2015), de Nicolás Rincón Gille y Gente de bien (2015), de Franco Lolli, entre otros. Estudios como La ciudad visible: una Bogotá imaginada (2003), de Diego Mauricio Cortés-Zabala, Bogotá fílmica. Ensayos sobre cine y patrimonio cultural, libro coordinado por Sergio Becerra, y los prolíficos trabajos de Mauricio Durán (2006; 2014) y Juana Suárez (2009; 2010), entre otros, han elaborado ya un valioso análisis al respecto. En Cali, por su parte, la movida cinematográfica tiene su momento más prolífico, en correspondencia con la relación acá planteada entre cine y ciudad, en las décadas de los setenta y ochenta, con realizadores como Luis Ospina, Carlos Mayolo y Óscar Campo, como queda bien presentado también en Suárez (2009) y en el libro Cali, ciudad abierta: Arte y cinefilia en los años setenta (2014), de Katya González-Martínez, y tiene un presente importante en trabajos como los de Óscar Ruiz Navia y el mismo Óscar Campo.arrow_upward

3 Así queda reflejado también en los estudios a propósito de este cine, tal como lo presentan y analizan, entre otros, Ruffinelli (2003; 2005), Zuluaga (2013) y Osorio (2010; 2016; 2018).arrow_upward

4 La expresión es tomada de las reflexiones sobre cine de Benjamin (2008) y Adorno (2007), en donde el efecto de shock es entendido como una propiedad crítica potencial en las obras, y que se extiende, desde la imagen a la apelación a un extrañamiento en la experiencia vivida de los espectadores.arrow_upward

5 Las estadísticas de taquilla de las películas que se presentan en salas en Colombia se pueden encontrar en Proimágenes Colombia (http://www.proimagenescolombia.com/).arrow_upward

6 En estas películas no se agota, por supuesto, el actual universo del cine de Medellín. La delimitación que propongo obedece al desarrollo de este artículo y su argumento, pero no cierra ni la amplia filmografía sobre Medellín ni las posibilidades de relacionar, analizar y poner a conspirar. En décadas recientes se han realizado distintas películas con las que habría que establecer otros análisis y desarrollar y afinar estos planteamientos. Entre ellas destacan La Sierra (2004) de Margarita Martínez y Scott Dalton; Rosario Tijeras (2005) de Emilio Maillé; Apocalipsur (2007) de Javier Mejía; En coma (2011) de Juan David Restrepo y Henry Rivero; Lo azul del cielo (2013) de Juan Alfredo Uribe; Eso que llaman amor (2016) de Carlos César Arbeláez; Pasos de Héroe (2016) de Henry Rincón; y Sumas y Restas (2004) y La mujer del Animal (2017) de Víctor Gaviria.

arrow_upward

7 No solo porque es tendencia actual que los jóvenes directores se formen en escuelas de cine nacionales o internacionales, cuando antes era menos probable, sino también porque la viabilidad para producir películas en el país se ha optimizado considerablemente con la Ley 814 de 2003, la llamada «Ley de Cine». arrow_upward

8 Uno de los ejemplos más interesantes de Anderson es Noli me Tangere, la novela de José Rizal de 1887. Anderson encuentra una coincidencia fundamental entre el tiempo «interior» de la novela y el tiempo «exterior» de los lectores, que propicia una comunidad imaginada. Con la frase: «Una casa de la calle Anloague que todavía puede reconocerse», el escritor sugiere que quienes reconocen dicha calle son los lectores filipinos, que han pasado por el sector referenciado. Se da entonces una progresión de la casa de la calle Anloague del tiempo «interior» de la novela al tiempo «exterior» de la vida diaria de la ciudad de Manila, que «provee una confirmación hipnótica de la solidez de una comunidad singular que abarca personajes, autor y lectores, moviéndose a través del tiempo de calendario» (Anderson, 1993, p. 50).arrow_upward

9 Pienso en la manera en que se representa la imposibilidad de un mundo afectivo satisfactorio para los sujetos.arrow_upward

REFERENCIAS

  • Adorno, T. (2007). Obra Completa, 15. Madrid: Akal.arrow_upward
  • Anderson, B. (1993). Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México: FCE.arrow_upward
  • Arbeláez, A., Duque, J. M. (Productores) & Mesa, J. S. (Director). (2016). Los Nadie [Película]. Colombia: Monociclo Cine.arrow_upward
  • Becerra, S. (Ed.). (2014). Bogotá Fílmica. Ensayos sobre cine y patrimonio cultural. Recuperado de https://issuu.com/patrimoniobogota/docs/bogota_filmica/2arrow_upward
  • Belting, H. (2007). Antropología de la imagen. Madrid: Katz.arrow_upward
  • 6 Benjamin, W. (2008). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En Obras, Libro I, Vol. 2 (pp. 7-47). Madrid: Abada Editores.

    arrow_upward
  • Bórquez-Núñez, V. M. (2016). La ciudad como escenario fílmico. Un aporte para entender la identidad. Hombre y Desierto, 20, 74-87. Recuperado de https://www.academia.edu/36418291/LA_CIUDAD_COMO_ESCENARIO_F%C3%8DLMICO_UN_APORTE_PARA_ENTENDER_LA_IDENTIDADarrow_upward
  • Bourdieu, P. (2007). Sobre la televisión. Barcelona: Anagrama.arrow_upward
  • Carroll, N. (2005). Cinematic Nation-Building: Einsenstein´s The Old and the New. En M. Hjort & S. Mackenzie (Eds.). Cinema & Nation (pp. 113-130). London: Routledge. https://doi.org/10.4324/9780203977279arrow_upward
  • Cortés-Zabala, D. M. (2003). La ciudad visible: una Bogotá imaginada. Bogotá: Ministerio de Cultura.arrow_upward
  • Durán, M. (2006). Bogotá en la mirada de José María Arzuaga. Cuadernos de Cine Colombiano, 8, 40-56.arrow_upward
  • Durán, M. (2014). Territorios urbanos a partir de las imágenes mediáticas: desfiles, carnavales, manifestaciones y revueltas en Bogotá. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, 9(1), 95-138. Recuperado de https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cma/article/view/9726/pdf arrow_upward
  • Gaviria, V. (Director). (1990). Rodrigo D. No Futuro [Película]. Colombia: Compañía de Fomento Cinematrográfico, Focine, Producciones Tiempos Modernos Ltda, Fotoclub-76.arrow_upward
  • Göggel, E. (Productor) & Gaviria, V. (Director). (1998). La vendedora de rosas [Película]. Colombia: Producciones Filmamento.arrow_upward
  • González-Martínez, K. (2014). Cali, ciudad abierta: Arte y cinefilia en los años setenta. Cali: Ministerio de Cultura. Recuperado de https://issuu.com/artesvisualesmincultura/docs/cali-final-webarrow_upward
  • Gruzinski, S. (1994). La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade Runner” (1492-2019). México: FCE.arrow_upward
  • Harvey, D. (2013). Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana. Madrid: Akal.arrow_upward
  • Jameson, F. (2015). The Aesthetics of Singularity. New Left Review, 92, 129-161. Retrieved from https://newleftreview.org/issues/II92/articles/fredric-jameson-the-aesthetics-of-singularityarrow_upward
  • Jameson, F. (2018). La estética geopolítica. Cine y espacio en el sistema mundial. Buenos Aires: El cuenco de plata.arrow_upward
  • Onetti, J. C. (1981). Los adioses. Barcelona: Bruguera.arrow_upward
  • Osorio, O. (2010). Realidad y cine colombiano: 1990-2009. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia.arrow_upward
  • Osorio, O. (2016). El audiovisual en Medellín: Entre el regionalismo, la realidad y el realismo. Kinetoscopio, 26(116), 14-17.arrow_upward
  • Osorio, O. (2018). Las muertes del cine colombiano. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia. arrow_upward
  • Pardo, J. P. (Productor) & Gude, C. (Director). (2013). Mambo Cool [Película]. Colombia; Estados Unidos: La Pesebrera.

    arrow_upward
  • Pécaut, D. (2001). Guerra contra la sociedad. Bogotá: Planeta.arrow_upward
  • Puerta-Domínguez, S. (2016). El cine como medio de construcción de memoria y territorio en Medellín. Una aproximación a partir del concepto de narración de Walter Benjamin. Nexus Comunicación, 19, 24-39. https://doi.org/10.25100/nc.v0i19.662arrow_upward
  • Ramírez, D. (Productor) & Mora, L. (Directora). (2017). Matar a Jesús [Película]. Colombia; Argentina: 64-A Films; AZ Films.arrow_upward
  • Romero, J. L. (2010). Latinoamérica. Las ciudades y las ideas. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.arrow_upward
  • Ruffinelli, J. (2003). Víctor Gaviria. Cuadernos de cine colombiano, 3, 4-55.arrow_upward
  • Ruffinelli, J. (2005). Víctor Gaviria, los márgenes al centro. Madrid: Casa de América, Turner Publicaciones S.L.arrow_upward
  • Sarduy, S. (2013). Obras III. Ensayos. México: FCE.arrow_upward
  • Suárez, J. (2009). Cinembargo Colombia. Ensayos críticos sobre cine y cultura. Cali: Universidad del Valle.arrow_upward
  • Suárez, J. (2010). Sitios de contienda: producción cultural colombiana y el discurso de la violencia. Madrid: Iberoamericana Vervuert.arrow_upward
  • Vélez, S. E. (26 de octubre del 2013). ¿Un gringo reforzando prejuicios sobre Colombia? El Mundo. Recuperado de: https://www.elmundo.com/portal/cultura/cultural/un_gringo_reforzando_prejuicios_sobre_colombia.phparrow_upward
  • Zuluaga, P. A. (2013). Cine colombiano: cánones y discursos dominantes. Bogotá: Instituto Distrital de las Artes.

    arrow_upward