Pensando epistemologías desde el campo

Thinking Epistemologies from the Field

DOI 10.22430/22565337.1767

Recibido: 25 de septiembre de 2020
Aceptado: 19 de febrero de 2021

Cómo referenciar / How to cite
Sosiuk, E.; Martín-Valdez, E. (2021). Pensando epistemologías desde el campo. Trilogía Ciencia Tecnología Sociedad, v. 13, n. 25, e1767. https://doi.org/10.22430/21457778.1767

 

Resumen

Pestre argumentó una vez que los estudios de laboratorios realizaron una ruptura epistemológica irreversible en el modo en que la ciencia era estudiada y concebida. Este artículo extiende esta idea para pensar problemas epistemológicos desde un espacio considerado históricamente como un sitio de producción de conocimientos degradado: el campo. Basándose en estudios históricos, sociológicos y antropológicos sobre las ciencias de campo, se discutió cómo esta puede complejizar y enriquecer los debates epistemológicos. Para esto se propusieron tres dimensiones epistémicas propias de estas áreas del conocimiento con la intención de ponerlas en relación con problemas relevantes para la filosofía de la ciencia y los estudios de ciencia, tecnología y sociedad. En primer lugar, se obtuvo cómo realizar ciencia en el campo implica contextualizar los objetos de conocimiento, en tanto, el trabajo de campo implica operar sobre un terreno no diseñado para investigar. En segundo lugar, se evidenció cómo los científicos de campo producen y movilizan conocimientos para poner bajo control y ordenar su lugar de trabajo. Por último, se señaló cómo las prácticas experimentales toman matices diferenciales en el campo. Al proporcionar estas tres dimensiones específicas de las ciencias de campo, el artículo contribuye al desarrollo ulterior de epistemologías contextualizadas.

Palabras clave: estudios de laboratorio, ciencias de campo, epistemología localizada.

Abstract

Pestre once argued that laboratory studies had produced an irreversible epistemological break in the way science was studied and conceived. This article expands that idea to consider epistemological problems found in a knowledge-production scenario that has been historically degraded: the field. Based on historical, sociological, and anthropological studies, this paper discusses how field sciences can make epistemological debates more complex and richer. Hence, it proposes three epistemological dimensions of these fields of knowledge in order to connect them to problems that are relevant to (a) the philosophy of science and (b) science, technology and society studies. First, it was found that doing science in the field means contextualizing the objects of knowledge because fieldwork implies operating on a terrain that has not been designed to be investigated. Second, field scientists produce and mobilize knowledge in order to control and organize their workplace. Third, experimental practices take on differential characteristics in the field. These three specific dimensions of field sciences represent a contribution to the ultimate development of contextualized epistemologies.

Keywords: Laboratory studies, field sciences, localized epistemology.

INTRODUCCIÓN

Carnap y Popper, los dos principales filósofos de la ciencia du­rante la primera mitad del siglo XX, consideraban que «había una diferencia epistemológica fundamental entre el contexto de descubrimiento y el de justificación» (Martínez & Huang, 2015, p. 81). Para ambos, la filosofía de la ciencia estudiaba el contexto de justificación, y ese contexto se articulaba en principios lógicos, universales y ahistóricos. La obra de Kuhn (2012) marcó la irrupción del historicismo en la filosofía de la ciencia. Inspirada en dicha obra, la nueva filosofía de la ciencia argumentó que la aceptación de teorías requería tomar en cuenta el contexto de des­cubrimiento, es decir, el entorno social e histórico en el que se generan las teorías1. Para analizar los contextos en donde la ciencia efectivamente se producía, algunos de los exponentes más importantes de la nueva filosofía de la ciencia tomaron casos de estudio de las ciencias de laboratorio (Hacking, 1999; Rheinberger, 1997; Rouse, 2002). Esto se debió a que durante gran parte del siglo XX los laboratorios fueron considerados como el locus por excelencia para producir conocimientos científicos (Henke & Gieryn, 2007). A través del análisis de las prácticas experimentales propias del laboratorio, dichos estudios buscaron caracterizar la episteme científica sin recaer en supuestos lógicos ahistóricos.

En la década de 1970, los análisis de la nueva filosofía de la ciencia se enriquecieron a partir del trabajo de diversos antropólogos y sociólogos. De la misma forma que los filósofos, algunos cientistas sociales se interesaron en el análisis de los laboratorios para contextualizar a la ciencia. Los estudios de laboratorio formaron parte de la crítica sociológica a las imágenes y conceptualizaciones sobre la episteme de la ciencia típica de la ortodoxia filosófica. Así, mientras que estas epistemologías habían promovido una visión de la ciencia hecha, los estudios de laboratorio desarrollaron un enfoque capaz de captar la ciencia mientras se hace (Latour, 1987). El estudio in situ de los procesos de producción de conocimiento permitió a los sociólogos y antropólogos realizar una crítica robusta a la concepción trascendentalista de la filosofía de la ciencia ortodoxa (Barberousse, 2018). En este movimiento, los estudios de laboratorio, y luego los estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS), realizaron una ruptura epistemológica irreversible en el modo en que la ciencia era estudiada y concebida (Pestre, 2004). La ciencia pasó de ser una visión desde ninguna parte a un conocimiento situado (Haraway, 1988).

Los estudios CTS enriquecieron las reflexiones epistemológicas de autores como Hacking (1999) y Rouse (2002). Latour (1983) no solo fue pionero en indagar antropológicamente los laboratorios, sino que también contribuyó a reflexionar sobre las particulares mediaciones materiales que caracterizan a la episteme científica (Latour, 2013). Incluso, algunas reflexiones posteriores sobre CTS han complejizado los análisis epistemológicos al exponer la estrecha relación entre producción de conocimientos y relaciones de poder. Así, Law y Mol (2001) señalan que las matrices de pensamiento científico no solo implican la producción de conocimientos, sino también de sujetos disciplinados y otredades negadas.

En este trabajo se quiere retomar la crítica epistemológica que abrieron los estudios sobre laboratorios para repensar la actividad científica. Sin embargo, la idea es salir de los laboratorios y situar la atención un poco más allá de estos dispositivos de producción de verdades. Para esto se toman trabajos que han centrado su atención en lo que ha sido considerado históricamente como un lugar de producción de conocimientos degradado: el campo2. Cabe preguntarse: ¿de qué manera específica y diferencial los estudios sobre ciencias de campo han analizado el carácter localizado y contextual de la episteme científica?, ¿qué nuevos problemas epistemológicos y categorías se están otorgando para repensar las prácticas científicas?, ¿de qué manera los estudios sobre ciencias de campo pueden enriquecer los análisis de la nueva filosofía de la ciencia? Para responder estas preguntas, hay que traer estudios sobre las ciencias de campo vinculadas a la vida silvestre. Se hace este recorte porque muchas disciplinas de campo (como la ecología, la limnología y la biología de la conservación) se estabilizaron a lo largo del siglo XX a partir de diferenciar sus prácticas de campo de las prácticas de laboratorio (Kohler, 2002a). De este modo, se tiene un punto de comparación y diálogo entre prácticas de campo y de laboratorio para pensar la episteme científica.

El estudio sostiene que es legítimo repensar desde el campo problemas epistemológicos relevantes, tanto para la nueva filosofía de la ciencia como para los estudios CTS, sin embargo, no confirma que exista una división tajante entre campo y laboratorio, pero si especificidades propias para cada lugar de producción de conocimientos. Latour (1995), en su ensayo filosófico sobre las prácticas de campo de botánicos y edafólogos en la amazonia brasilera, demostró cómo la producción de hechos sobre los procesos biológicos en el bosque implicaba la articulación de parcelas ubicadas en medio de la selva brasilera con laboratorios franceses en Paris. En esta línea, Aronova et al. (2010) señalan que las investigaciones medioambientales modernas se organizaron a partir del desarrollo de verdaderos «centros de cálculo» globales que movilizaron y combinaron datos de investigaciones localmente desarrolladas en diversas regiones del mundo. Por su parte, Kohler (2002a) propuso el concepto de «zonas de fronteras» para dar cuenta de los numerosos intercambios de ideas, formas de trabajo, instrumentos y objetos entre el campo y el laboratorio. Además de estas conexiones entre campo y laboratorio, existen muchas dimensiones epistémicas compartidas. Por ejemplo, las ciencias de campo, al igual que las de laboratorio, logran credibilidad tomando prestadas las convenciones culturales sobre verdad y falsedad propias del lugar de trabajo (Kohler, 2002b).

Aun cuando el campo y el laboratorio no designen dos sitios de producción de conocimientos completamente separados, la mirada analítica puede obtener ciertas ventajas para pensar la actividad científica cuando se posa en las especificidades del campo3. El campo no designa una entidad discreta fácilmente identificable y debe ser creado física y socialmente por sus usuarios. Por este motivo, el campo, a diferencia del laboratorio, es una categoría mucho más difícil de delimitar. Además, muchos sitios de campo se establecen en condiciones geopolíticas y ambientales que pueden ser extremadamente caóticas. Esto hace que el nivel de control que tienen los científicos de campo sobre su lugar de trabajo sea mucho menor al que tienen los investigadores de laboratorio. Por otro lado, la relación entre observación, teoría e interpretación, así como las posibilidades de experimentación, son distintas en cada lugar (Stengers, 2000; Kohler, 2011; Rees, 2009). Desde este punto de vista, el campo sí presenta condiciones de producción de conocimiento específicas, por lo que es pertinente preguntarse en qué radican estas particularidades y cuáles son sus consecuencias epistemológicas. Esto implica especificar qué prácticas propias desarrollan los investigadores de campo para hacer creíbles sus conocimientos. Y esta especificidad se hace visible al analizar en detalle las investigaciones que requieren un intenso trabajo por fuera del laboratorio, aquellas ciencias que, como plantea Kohler (2007), obtienen gran parte de su evidencia de recolectar, seleccionar, organizar, analizar, movilizar y exponer materiales provenientes del campo.

El texto se organiza en dos grandes apartados. El primero presenta algunos antecedentes sobre cómo la nueva filosofía de la ciencia y los estudios CTS han problematizado el carácter situado de la episteme científica. El segundo discute cómo los estudios sobre ciencias de campo pueden complejizar y enriquecer las discusiones epistemológicas. Este segundo apartado, a su vez, se divide en tres secciones de discusión. A partir de dialogar con la nueva filosofía de la ciencia, se discuten tres dimensiones epistémicas enfatizadas por los estudios sobre ciencias de campo. En primer lugar, explicar en el campo implica construirlo cognitivamente; explicar la «naturaleza» de un objeto en las ciencias de campo implica comprender cómo se relaciona con su medio (Hagen, 1992). Así, el análisis conjunto de la evidencia y el lugar de investigación es un elemento propio de la episteme de las ciencias de campo (Stengers, 2000; de Bont & Lachmund, 2017 ). En segundo lugar, y en tanto el trabajo de campo implica operar sobre un lugar no diseñado para investigar, se analiza cómo los científicos de campo producen y movilizan conocimientos para poner bajo control y ordenar su lugar de trabajo (Escobar, 1998). Finalmente se señala que las prácticas experimentales toman matices diferenciales en el campo. De este modo, mientras que los experimentos de laboratorio implican deslocalizar el objeto de análisis (Guggenheim, 2012), el experimento en el campo implica considerar la dinámica del lugar como factor explicativo (Kohler, 2002b). A lo largo de las discusiones, no se puede negar que otros estudios hayan problematizado cómo el diseño de laboratorios y el desarrollo de experimentos también implican definir cognitivamente y disciplinar agentes humanos y no humanos (Latour, 1983). Por el contrario, se retomarán estos trabajos sobre ciencias de laboratorio para señalar cómo los estudios sobre ciencias de campo permiten pensar de manera específica la relación entre experimentos, definiciones cognitivas y disciplinamiento. Por último, en las conclusiones se argumenta cómo los estudios sobre ciencias de campo pueden enriquecer algunos desarrollos de la nueva filosofía de la ciencia.

Emplazando la ciencia

De la ortodoxia epistemológica a las críticas contextualizadoras

Los estudios sobre las ciencias de campo se encuentran íntimamente relacionados al impulso contextualizador de los estudios CTS y, particularmente, a lo que ha sido denominado como el «problema del lugar de la ciencia» (Ophir & Shapin, 1991). Este problema emerge de forma recurrente en los discursos académicos sobre la ciencia, aun cuando parece ser que la actividad científica sea cada vez más descorporizada, intangible y sin lugar (Henke & Gieryn, 2007). El modo en que han sido incorporados los elementos contextuales en las propuestas teóricas encargadas de estudiar la ciencia, particularmente sus dimensiones espaciales y geográficas, ha tendido a crear divisiones. La más clara de estas puede encontrarse entre los estudios CTS y la filosofía de la ciencia ortodoxa. Así, mientras que para la ortodoxia filosófica los elementos contextuales eran un medio para distinguir los «conocimientos objetivos» de las creencias, el sentido común o la opinión, los estudios CTS promovieron un examen de la actividad científica en su contexto de producción (Hacking, 1996).

Para los filósofos de la ciencia como Carnap y Popper, las «marcas» contextuales permitían separar el conocimiento verdadero del falso. Tal procedimiento de filtrado y depuración se basaba en el siguiente razonamiento: si las ideas valen por su desconexión de los contextos (espacios específicos, grupos sociales, costumbres y/o culturas del lugar), luego, la exhibición de su ubicación/localización/contextualización demostraba su falsedad. Desde este punto de vista, la ciencia solo era aquel conocimiento que había logrado «desmarcarse» de sus condiciones sociales de producción. La ciencia era aquel conocimiento universal, abstracto y transcendente, y el trabajo filosófico de los epistemólogos ortodoxos consistió, en gran parte, en mantener a los conocimientos científicos separados de sus contextos (Martínez & Huang, 2015). Como consecuencia, y desde el punto de vista de esta concepción filosófica, no había necesidad de examinar los lugares específicos en donde se desarrollaba la ciencia. Por más situadas que estuviesen las prácticas de investigación, lo que importaba para esta perspectiva era el carácter abstracto, universal y sin lugar de la verdad científica. Así, ciencia y lugar no estaban conectados o, mejor dicho, había que mantenerlos separados.

El trabajo de filósofos como Carnap y Popper consistió en abstraer cualquier elemento contextual y, complementariamente, reducir la verdad científica y la mirada analítica al método y a la lógica. Para estos filósofos, introducir el lugar de la ciencia conllevaba siempre el peligro del relativismo epistemológico. Vale decir que estos temores no estaban infundados, ya que eso fue justamente lo que sucedió cuando los trabajos de Kuhn (2012) y Wittgenstein (2009) cuestionaron dichas filosofías. En efecto, tanto los esfuerzos de Kuhn por abandonar el modelo del científico solitario, aislado y ahistórico para introducir las investigaciones en comunidades e instituciones, como las exploraciones de la situacionalidad del significado de Wittgenstein, dieron paso a los enfoques relativistas y constructivistas de los estudios CTS (Ophir & Shapin, 1991). Ambos enfoques anclaron la ciencia a la tierra y la sacaron de las nubes de la lógica, donde la filosofía ortodoxa la había colocado. Tal como lo señala Shapin (1998), este emplazamiento de la «vista desde ningún lugar», promovida por las epistemologías lógicas hacia los lugares de producción fue un trabajo desarrollado por historiadores, etnógrafos y sociólogos de la ciencia a lo largo de numerosas «olas» de emplazamiento (Henke & Gieryn, 2007). En estas olas, particular importancia han tenido los «lugares de la ciencia» (Livingstone, 2003), es decir, aquellos espacios físicos en donde el conocimiento científico es producido e interpretado socialmente.

Los laboratorios como locus para contextualizar la ciencia

Considerado como el sitio de la ciencia por antonomasia, el laboratorio fue el primero de los lugares que empezó a ser estudiado sistemáticamente. A fines de la década de 1970, cuatro investigadores de las ciencias sociales, de diferentes nacionalidades y con diferentes formaciones específicas, se introdujeron en laboratorios para estudiar a los científicos en su lugar de trabajo.

Ellos cuatro fueron el francés Bruno Latour, quien investigó en el laboratorio Salk; el británico Michael Lynch, quien trabajó -igual que Latour- sobre un laboratorio dedicado a la neurobiología; la estadounidense Sharon Traweek, quien investigó un departamento de física de partículas; y la suiza/alemana Karin Knorr Cetina, que lo hizo en un instituto de microbiología y proteínas vegetales en Berkeley (Kreimer, 2005, p. 23).4

Los estudios de laboratorio dejaron de indagar lo que los científicos «deben hacer», y comenzaron a interrogarse acerca de lo que «realmente hacen» (Kreimer, 1999). De esta manera, el laboratorio pasó a ser, al mismo tiempo, objeto de investigación y lugar de observación. Hasta ese entonces, la sociología de la ciencia se había estructurado mediante dos enfoques (la sociología institucionalista de Merton y el programa fuerte de Bloor), ninguno de los cuales se había preocupado por mirar las prácticas concretas de los científicos, ni por situar la ciencia en algún lugar (Vinck, 2007). Para observar los procesos de producción de conocimiento fue necesario ingresar a ciertos lugares donde la ciencia era efectivamente producida.

expresarlo de un modo que ha sido muy popular, se trataba de abrir la caja negra de la ciencia. [Los estudios de laboratorio expusieron] los procesos que ponen en relación las dimensiones sociales con los contenidos específicos de los conocimientos (los aspectos técnicos y cognitivos) (Kreimer, 2005, p. 25).

Así se constituyeron en un importante y vigoroso programa de estudio para unir ciencia y lugar al describir las contingencias epistémicas específicas del contexto (Kreimer, 1999).

Por otro lado, algunos autores enmarcados en la nueva filosofía de la ciencia también analizaron investigaciones de laboratorio para fundamentar su crítica a las epistemologías ortodoxas. Las investigaciones en laboratorios fueron estudiadas por filósofos como Hacking (1999) y Rheinberger (1997) para analizar las prácticas instrumentales y mediaciones materiales, aportadas por el conocimiento equipado y tecnificado en la producción de objetos científicos. Un punto en común entre ambos filósofos es señalar que los objetos científicos, más que ser fieles representantes de la naturaleza, son creados en los laboratorios. Así, Hacking (1999) señala que las ciencias de laboratorio «estudian los fenómenos que rara vez o casi nunca suceden en estado puro antes de que la gente los produjera bajo su supervisión» (p. 218). Por su parte, Rheinberger (1997) define las entidades teóricas como «cosas epistémicas». Este concepto significa que las entidades o procesos materiales (estructuras físicas, reacciones químicas, funciones biológicas) constituyen los objetos de investigación. Las cosas epistémicas pueden aparecer y desaparecer inesperadamente, o reconstituirse con nuevas formas a medida que se desarrollan los sistemas experimentales. Las cosas epistémicas suficientemente estabilizadas pueden convertirse en el repertorio técnico del arreglo experimental y, así, constituirse en «objetos técnicos».

De esta manera, la nueva filosofía de la ciencia también confió en el estudio de los laboratorios, en tanto lugares de producción de conocimiento para discutir a las epistemologías ortodoxas (Hacking, 1996; Martínez & Huang, 2015; Rouse, 2002). De este modo, ya sea mediante las propuestas CTS o los análisis de filósofos como Hacking o Rheinberger, el estudio de los laboratorios y de las prácticas experimentales sirvieron para criticar, aunque sin llegar a sustituir completamente, la episteme científica defendida por la ortodoxia filosófica (Martínez & Huang, 2015)5.

Más allá de los laboratorios

Las etnografías de laboratorio establecieron el carácter irreductiblemente local de la creación de conocimiento científico. Asimismo, convirtieron al laboratorio en un recurso analítico para deconstruir las epistemologías ortodoxas. Sin embargo, lo cierto es que no toda la actividad científica se realiza en laboratorios. En efecto, aunque el laboratorio fue el locus privilegiado donde se observaron las prácticas científicas y desde donde se construyeron las principales críticas epistemológicas a las filosofías de la ciencia precedentes, no deja de ser uno de muchos lugares en donde se producen conocimientos científicos. El concepto de «lugares de la ciencia» propuesto por Livingstone (2003) va en esta dirección, al señalar la pluralidad y diversidad de los espacios físicos en donde los conocimientos se producen, circulan e interpretan socialmente: museos, selvas, garajes, industrias, entre otros. La ciencia, por lo tanto, desborda ampliamente al laboratorio. Aunque los estudios de laboratorio señalaron el carácter contextual y localizado de la ciencia, los programas de estudio y líneas de trabajo que se desprendieron de ellos tendieron a soslayar y desatender otros espacios de producción de conocimientos. Este hecho explica por qué, en el marco de los estudios CTS, las investigaciones sobre entornos como laboratorios o industrias son mucho más preponderantes respecto de los realizados sobre el campo y sus disciplinas (Kohler, 2011).

En las últimas décadas, creció el interés por diversificar y explorar nuevos lugares de producción de conocimiento. Henke y Gieryn (2007) incluyen en su cronología sobre las «olas» de emplazamiento de la ciencia, a los estudios sobre las ciencias de campo en la tercera y cuarta de estas fases. Son trabajos que se han realizado sobre embarcaciones a mar abierto, estaciones biológicas ubicadas en los polos de la tierra o en selvas y bosques tropicales, expediciones científicas a glaciares o sitios arqueológicos, así como en observatorios o estaciones espaciales. A partir de que los estudios CTS decidieron ampliar las indagaciones pioneras de los estudios de laboratorio y salir a las praderas, montañas, mares o selvas tropicales para «observar» la actividad científica, prontamente fue necesario crear un nuevo léxico capaz de advertir matices y distinciones. En la medida en que cada uno de estos lugares condiciona e influencia las prácticas científicas, los instrumentos y técnicas utilizadas, los resultados de los estudios de laboratorio y sus implicaciones epistemológicas no fueron directamente trasladables al campo (Kohler, 2002a).

El trabajo de Rees (2009) es un buen ejemplo introductorio para comenzar a especificar la episteme propia de las ciencias de campo. Este estudio ha dado un nuevo enfoque a un problema teórico clásico vinculado al laboratorio: el trabajo de Collins (1985) sobre replicación de experimentos, transmisión de conocimientos y habilidades, y resolución de controversias científicas. Estas cuestiones son reproblematizadas por Rees a través del estudio de la primatología de mediados del siglo XX. En la medida en que la ciencia primatológica supo fundar su cientificidad a partir de la observación detallada del comportamiento de primates salvajes, debió enfrentarse con nuevos y numerosos problemas de carácter metodológico y epistemológico. Los primatólogos integraron en su ciencia el hecho de que prácticamente era imposible replicar exactamente las mediciones u observaciones que cada investigador realizaba. Esta circunstancia, conceptualizada como «regresión de los trabajadores de campo» (Rees, 2009), se fundaba en la variabilidad incontrolada de sus lugares de trabajo. Para los primatólogos, cada nueva observación podía desmentir a la anterior. Como veremos a continuación, esta incertidumbre epistémica radical del campo tiene muchas dimensiones y permite repensar el problema de cómo generar credibilidad a las reivindicaciones de conocimiento, en la medida en que ya no están los laboratorios como garantía última de estas reclamaciones. En tanto que el conocimiento legítimo requiere de lugares legítimos (Henke & Gieryn, 2007), cabe preguntarse: ¿de qué manera particular los científicos de campo fundamentan su epistemología?

Pensando desde el campo

Gran parte de los estudios sobre ciencias de campo se han interesado por intentar responder dos preguntas cruciales: ¿cuál es la particularidad del campo cómo espacio de producción de conocimientos? y ¿cómo es creada la objetividad científica en estos espacios? A continuación, vamos a intentar reseñar estos problemas en tres apartados diferentes, con la intención de delinear las respuestas que los estudios sobre las ciencias de campo nos están ofreciendo y, al mismo tiempo, relacionarlas con problemas relevantes de la filosofía de la ciencia y los estudios CTS.

El campo como lugar y objeto de investigación

Para clarificar una primera diferencia epistémica entre las ciencias de campo y laboratorio, es útil retomar otro trabajo histórico sobre microorganismos muy relacionado al de Latour, (1983). Adler y Dücker (2018) en su trabajo estudian a los investigadores franceses Adrien Certes y Paul Regnard. Ambos investigadores, inspirados por los análisis de Pasteur sobre microorganismos, se embarcaron a bordo de las expediciones Talisman y Travailleur a finales del siglo XIX. Sus objetivos fueron saber si el océano estaba habitado por microorganismos y si el material orgánico del fondo submarino se descomponía. Estos autores concentran su análisis en los experimentos que realizaron estos investigadores en sus respectivos laboratorios con bombas de vacío y de presión sobre las muestras de agua y lodo recolectadas durante las expediciones. Al estilo de Latour, buscan demostrar que los microbios fueron fabricados en el laboratorio. Por su parte, este trabajo quiere resaltar otro objeto que contribuyeron a construir los microbiólogos franceses: el mar como lugar habitado por microbios.

Las investigaciones que realizaron Certes y Regnard no fueron casos aislados propios de Francia. Por el contrario, el final del siglo XIX dio cuenta de la organización sistemática por parte de Italia, Alemania, Estados Unidos y Gran Bretaña de expediciones científicas sobre los mares del mundo (Mills, 2012). Al igual que las francesas, estas expediciones recolectaron muestras de agua y fondos marinos. Sin embargo, cabe señalar que las muestras no fueron analizadas solo en términos biológicos y microbiológicos, sino también respecto de su caracterización química (cantidad de sal por metro cúbico de agua), física (variación de temperatura) y geológica (composición del lecho marino). Progresivamente, estos estudios permitieron identificar cómo la productividad biológica marina variaba en función de los caracteres físicos, químicos y geológicos del mar (Mills, 1995). Lo que ilustra este ejemplo es que las ciencias de campo no concentran tanto su atención en objetos discretos (los microorganismos), sino sobre todo en las interacciones de objetos con su medio. Por este motivo, Walsh (2004) caracterizó como «proto-ecosistémicas» a las investigaciones oceanográficas de comienzos del siglo XX. Lo que consagró el concepto de «ecosistema», desarrollado en 1935 por Arthur Tansley, fue un cambio en el nivel de análisis en las investigaciones biológicas. Estas pasaron de estudiar individuos a estudiar sus relaciones con el medio de vida (Hagen, 1992).

Hay que tener presente que una de las normas para producir conocimiento verdadero en el campo es crear, ordenar y delimitar cognitivamente el campo mismo. Las ciencias de campo no pueden abstraer su objeto de investigación del lugar que habita: se distribuye o forma (Kohler, 2002b). Habría que reflexionar en cómo fueron estableciéndose límites disciplinares entre taxónomos y biogeógrafos a comienzos del siglo XX en Estados Unidos. Tanto los unos como los otros compartían un mismo espacio institucional de trabajo, los museos de historia natural. Ambos articulaban la recolección de elementos en el campo durante expediciones y su posterior análisis fisiológico y morfológico en los talleres de los museos. Incluso, en algunos casos, fueron los mismos investigadores que se habían formado en taxonomía los que iniciaron los trabajos biogeográficos. No obstante, mientras que el principal objetivo de los taxónomos era clasificar las especies, el de los biogeógrafos era delimitar y ordenar el espacio habitado por la flora y la fauna (Benson, 1988)6.

La movilización de conocimientos desde los laboratorios, a través de redes tecnocientíficas hacia el campo para definirlo cognitivamente, también ha sido problematizada por estudios sobre laboratorios (Latour, 1983). Vinck (2017) observó cómo las redes de investigadores sobre células B contribuyeron a definir Europa como un lugar integrado y de cooperación. El aporte de los estudios sobre ciencias de campo radica en el énfasis epistemológico del lugar de trabajo como factor explicativo de su objeto de investigación. De esta manera, habría que diferenciar entre cómo la extensión de redes tecnocientíficas redefine un lugar, una Francia «pasteurizada» (Latour, 1983) o una Europa «integrada» (Vinck, 2017), de cómo el lugar es un factor explicativo de los hechos científicos. Retomando los ejemplos previos, la investigación de campo se preguntaría: ¿de qué manera las condiciones sanitarias en Francia permitieron la circulación del ántrax?, ¿cómo las costumbres alimenticias de los europeos contribuyen al desarrollo de la diabetes? Lo que se quiere remarcar es que la relación entre objeto y lugar de investigación es de importancia epistemológica para las ciencias de campo (Kohler, 2002b).

Los biólogos de campo construyeron conceptos como «biotopos», «región biogeográfica» y «nicho ecológico». Todos estos conceptos no se concentran tanto en las especies que habitan el campo, sino en la definición de lugares delimitados por particulares relaciones y funcionamientos biológicos (de Bont & Lachmund, 2017). Este fue el cambio radical que permitió el paso de los estudios taxonómicos a la ecología, la limnología y la oceanografía biológica (Hagen, 1992). Para los científicos de campo, la construcción cognitiva del lugar de investigación no es accesoria o suplementaria al estudio de lo que recolectan in situ, ni a cómo lo analizan en el laboratorio. Por el contrario, es parte fundamental de sus explicaciones (Kohler, 2007). Comprender procesos biológicos implica delimitar el lugar en donde se desarrollan y clasificarlo en función de sus caracteres ecológicos. La explicación de la evidencia recolectada no puede realizarse sin hacer referencias a cómo el lugar condiciona su distribución y dinámica. En este sentido, el campo es definido científicamente a priori en las investigaciones, no a partir de cómo circulan los hechos que salen de los laboratorios. La diferencia es epistemológica porque el campo es factor explicativo más que factor a (re)definir por la circulación de objetos de laboratorio. Esto no niega que mucho del trabajo de campo se termine realizando en el laboratorio, o que mucho trabajo de laboratorio se dedique a medir cómo las variaciones medioambientales del campo afectan el objeto de investigación (Aronova et al., 2010). Lo que sí implica es que los estudios sobre ciencias de campo permiten enfatizar el lugar de trabajo como factor explicativo y objeto de investigación. En cambio, los científicos de laboratorio no deben explicar cómo funciona su lugar de trabajo, el laboratorio mismo, para describir la naturaleza, aunque sí pueden enfatizarlo para remarcar la novedad y prestigio de sus trabajos (Gieryn, 2006), o negociar su diseño para adaptarlo a expectativas públicas y nuevas prácticas experimentales (Hubert, 2015).

Como reseña Kohler (2002b), el campo no es solo un escenario neutral, sino, él mismo, un objeto de estudio para los biólogos de campo. Los científicos de laboratorio pueden movilizar recursos desde el campo, pero no analizan los laboratorios. El investigador de campo sí analiza su lugar de trabajo, y sin ello no puede producir conocimientos verdaderos. Analizar el lugar es parte fundamental de su epistemología7. Mientras que en los laboratorios se trata de eliminar el elemento contextual de los experimentos, «purificar» el objeto de estudio en términos de Latour (1987), o se pierde credibilidad, los investigadores de campo necesitan resaltar el lugar de trabajo, no vaya a ser que omitan lo más saliente de sus estudios: la interacción del objeto con el medioambiente8. Si el contexto entra en al laboratorio, algo va mal. Por el contrario, si no es analizado en el campo, algo va mal (Kohler, 2002a).

Se podría objetar que Pasteur sí analizó una parte de su lugar de trabajo: el dispositivo instrumental (las placas de Petri). En este mismo sentido, y tomando otro ejemplo clásico sobre diseño de laboratorios, se podría argumentar que Robert Boyle analizó su lugar de trabajo. En efecto, diseñó su laboratorio y las bombas de vacío para ajustarlo a las normas de credibilidad propias de los gentlemens (Shapin & Schaffer, 2011). Sin embargo, y desde el punto de vista de los investigadores, las bombas de vacío, las placas de Petri y el laboratorio son medios para conocer, más no parte intrínseca del objeto analizado (los microbios y el vacío respectivamente). En cambio, en las ciencias de campo, el lugar es tanto espacio de producción de conocimiento como objeto de investigación. En este último punto, Hacking (1999) estaría de acuerdo con el desarrollo de este estudio, porque en su «taxonomía» de los elementos constitutivos de las ciencias experimentales diferencia entre «cosas» (que incluyen los instrumentos de experimentación) y «datos» (que incluyen los objetos conocidos tal y como son producidos en el laboratorio). En ese mismo trabajo, Hacking aborda, lateralmente, una cuestión pertinente para los científicos de campo. Al caracterizar a las ciencias experimentales, plantea que se diferencian por producir en el laboratorio los fenómenos que estudian. Por este motivo, las investigaciones sobre ecosistemas no podrían caracterizarse como de laboratorio. En efecto, y siguiendo a este autor, los ecólogos producen conocimientos sobre su lugar de trabajo, pero no producen los ecosistemas en los que trabajan, de la misma manera en que los astrónomos no producen a Saturno al estudiarlo. De este modo, y a diferencia de lo que sucede con Saturno, los biólogos de campo pueden utilizar los conocimientos que producen para intervenir sobre su lugar de trabajo. Sobre este punto avanzamos a continuación.

Investigar y ordenar el campo como lugar de trabajo

A diferencia del laboratorio, el campo nunca puede ser un dominio exclusivamente científico. Ya sean geólogos, zoólogos, botánicos, etnógrafos o sociólogos, acceder al campo es un proceso político de negociación que lleva tiempo y que no está garantizado por las credenciales científicas de los investigadores, como sí sucede en los laboratorios. El campo es un lugar abierto, no delimitado por los muros de los laboratorios, es un espacio de otros (animales, pobladores, turistas). Es decir que no es un lugar diseñado para producir conocimientos, sino que, habitualmente, es un lugar salvaje, de recreación, de aventuras, de actividades económicas, etcétera (Kohler, 2002b). Organizar el campo para realizar investigación controlada, o experimentos naturales, implica reorganizar el campo mismo, reordenar las actividades que otros actores (tanto humanos como no humanos) pueden realizar en él (de Bont, 2009). Esta forma de pensar el campo ilumina que los científicos para organizar el proceso de producción de conocimiento necesitan controlar a los habitantes nativos del lugar indagado. Generalmente, los biólogos de campo necesitan la colaboración de nativos para recolectar evidencia (Kohler 2007). Sin embargo, muchas veces existen tensiones entre los investigadores y sus habitantes humanos respecto de qué se puede hacer o no sobre el campo. Las colaboraciones entre investigadores y gestores de espacios naturales, para recolectar datos, no excluyen que entren en conflicto, compitan y retengan información (Granjou & Mauz, 2011). En este sentido, el conocimiento científico ordena los dispositivos que, cultural y materialmente, intervienen en la historia de lugares particulares. Qué son los lugares investigados, cómo se tratan y cómo se relacionan con otros lugares son cuestiones políticas inherentes a la ecología (Martinez-Alier et al., 2016).

El diseño del campo como lugar de investigación, así como sus (re)definiciones en términos ecológicos, políticos, económicos y sociales, es uno de los tópicos que más se desarrolló en las últimas décadas en el marco de los estudios sobre las ciencias de campo (Kohler, 2011). El caso más claro se da en el diseño de áreas naturales protegidas. Su diseño implica proyectar actividades de investigación a su interior, pero también excluir habitantes indeseables (como «campesinos irresponsables», «cazadores furtivos» o «especies invasoras»), establecer regulaciones jurídicas respecto de su propiedad, entre otras medidas de intervención social. La construcción de áreas protegidas implica definir un objeto de investigación (las especies en peligro), pero también una manera de intervención social (de Bont, 2017). Algunas investigaciones recientes ponen de manifiesto cómo la construcción de áreas protegidas funcionó como un instrumento político para legitimar intervenciones (neo) coloniales sobre regiones periféricas, como las islas Galápagos (Hennessy, 2018), el Mar Patagónico (Sosiuk, 2020) o el Congo Belga (de Bont, 2017). Algunos conceptos desarrollados por ecólogos, como «administración de biotopos» y «mapeo de biodiversidad» articulan una cierta perspectiva sobre el estado de conservación de la vida silvestre y, al mismo tiempo, qué se puede hacer con ella en términos científicos, o sea, cómo «administrarla racionalmente» (Sullivan, 2013).

Uno de los mecanismos característicos de las ciencias de campo para poner bajo control a los habitantes del lugar investigado es la construcción cognitiva de «amenazas». Existen varios ejemplos trabajados en la literatura. El despliegue de una red hidráulica sobre el territorio español durante los primeros años del franquismo fue legitimada como medio para operar sobre la «subversión interna» (Swyngedouw, 2007); los conceptos desarrollados por Darwin, tras circunnavegar el globo, como «reino animal», «supervivencia del más apto» y «especie invasora», legitimaron la intervención y colonización británica de territorios en la periferia global para «civilizar a los bárbaros» (Browne, 1992); la caracterización de los habitantes patagónicos o del oeste norteamericano como «salvajes» legitimó su erradicación y la conquista de su territorio (Nouzeilles, 1999); la historia de la biología de la conservación da cuenta de que su estabilización disciplinar se fundamentó en la lucha contra «amenazas antrópicas» (Bocking, 2020); el análisis de la distribución de dióxido de carbono en la atmosfera legitimó el disciplinamiento de la producción y consumo de hidrocarburos en la periferia global (Cohen & McCarthy, 2015)9.

Los científicos de campo asignan a la naturaleza cierto «funcionamiento normal». Esta normalidad condiciona, a su vez, qué se puede hacer con la naturaleza y qué no, es decir, qué acciones humanas constituyen una amenaza para el «normal funcionamiento del mundo natural» (Rutherford, 2007). Quisiéramos dar dos ejemplos. En la década de 1950, Beverton y Holt definieron ciertas tasas de mortalidad normal y reclutamiento para las poblaciones de peces (individuos que alcanzan la edad reproductiva e ingresan a la población para sustituir a los adultos). Por ende, se podían explotar sustentablemente las poblaciones de peces siempre y cuando no se alterase dicha tasa de mortalidad y de reclutamiento. Incluso, argumentaron que no explotar las poblaciones de peces de manera sustentable era «desperdiciar recursos» que podían contribuir a solucionar el problema del «hambre en el mundo». Este argumento permitió la expansión de la flota pesquera norteamericana en océanos distantes y la sobreexplotación de sus caladeros (Hubbard, 2014). En la década de 1980, biólogos norteamericanos de Wildlife Conservation Society, una de las organizaciones no gubernamentales conservacionistas más importantes del mundo, denunciaron que la explotación de pingüinos en la Patagonia argentina afectaba negativamente su tendencia poblacional. Este argumento contribuyó al reemplazo de un proyecto nacional fundamentado en la explotación sustentable de los recursos patagónicos y su reemplazo por uno basado en la creación de áreas naturales protegidas para el ecoturismo global (Sosiuk, 2020).

Los ejemplos precedentes remarcan la vinculación entre la definición cognitiva de la naturaleza y construcción de un determinado orden social. Qué, cuánto y dónde se puede explotar un recurso depende, al menos parcialmente, de cómo es definido científicamente dicho recurso (Rutherford, 2007). Esta cuestión fue presentada, de manera más o menos directa, por Foucault (2006) cuando señaló la importancia histórica para la ciencia del desarrollo del concepto de «población». Foucault observó cierta naturalización del ordenamiento social definido por el «funcionamiento equilibrado» de la población humana en relación con la materialidad de su medio. Complementariamente, remarcó la importancia de los conceptos de «riesgo», «peligro» y «crisis» como distorsiones en el normal funcionamiento de las poblaciones y su equilibrio con el medio de vida. Dichas distorsiones podrían corregirse dejando a las poblaciones funcionar «naturalmente». El autor observó que la genealogía del concepto de «población» remitió a los trabajos de naturalistas y estadistas que hoy en día podríamos caracterizar como investigaciones de campo (Kohler, 2002b). Trabajos más recientes sobre las ciencias de campo retomaron la noción de «población» para ilustrar las dinámicas de biopoder presentes en las ciencias más modernas (Biermann & Mansfield, 2014). En cierta manera, los últimos trabajos de Latour observaron la intrínseca relación entre ciencia y poder en la episteme científica cuando señaló la «naturalización de la naturaleza» (Latour, 2017). A través de esta idea, remarcó cómo las investigaciones medioambientales sobre el cambio climático naturalizan ciertos ordenamientos colectivos al fundamentarlos en cajas negras científicas (blackboxing).

No significa que los estudios sobre laboratorios no hayan expuesto la relación entre ciencia y poder. El trabajo de Shapin y Schaffer (2011) expuso cómo los experimentos de Robert Boyle no solo problematizaron la existencia del vacío, sino también los fundamentos políticos de la Inglaterra del siglo XVII. Latour (1987) observó cómo la movilización y combinación de datos en «centros de cálculo» permite la acción a distancia y la inversión de relaciones de fuerza. Por otro lado, Knorr-Cetina (1981) evidenció cómo las relaciones de recursos definen los problemas y soluciones que se investigan en laboratorios. Sin embargo, se observa que los estudios sobre ciencias de campo iluminan que, en las explicaciones científicas, la definición de la naturaleza es indisociable de la definición de un cierto orden social «natural» o «científicamente definido». No se trata, simplemente, de señalar cómo los intereses sociales delimitan las explicaciones científicas (Knorr-Cetina, 1981), o de cómo los hechos científicos crean nuevos intereses sociales (Latour, 1983). Los estudios sobre ciencias de campo van más allá, en tanto muestran que la definición de la naturaleza y el orden social son aspectos inescindibles de la explicación científica. Los intereses sociales no solo condicionan y son condicionados por las explicaciones científicas, como bien lo mostraron los estudios sobre laboratorios, sino que, además, los intereses sociales «normales» o «naturales» son definidos en el mismo acto en que se explica científicamente la naturaleza. El trabajo de Vinck (2017) exhibe bien cómo los conflictos entre diversos grupos de expertos sobre el VIH implicaron diversos proyectos sanitarios para disciplinar su circulación en Europa. Desde la perspectiva de las ciencias de campo, sería interesante analizar cómo la definición científica del virus, como problema de salud, explicita ciertos criterios de sexualidad «normal», así como aquellas conductas sexuales consideradas de «riesgo» (Dziuban & Sekuler, 2020).

Teniendo en cuenta el rol disciplinador de las investigaciones científicas, consideramos que algunas de las propuestas epistemológicas de la nueva filosofía de la ciencia no permiten dar cuenta de cómo se produce conocimiento verdadero en el campo. El problema fundamental con algunas de estas propuestas es que no analizan cómo la producción de conocimiento verdadero implica el disciplinamiento de su objeto de estudio. Por ejemplo, Rouse (2002) comprende a la ciencia como «prácticas discursivas y como interacciones corporales con el entorno material» (p. 136). En efecto, dicha definición de ciencia encaja, en cierto grado, con las prácticas de los investigadores de campo. Sin embargo, no dice nada respecto de los hábitos y prácticas de los habitantes del campo investigado, así como del disciplinamiento de los objetos de estudio. En esta línea, Martínez y Huang (2015) caracterizan a las prácticas científicas como: «maneras específicas de hacer cosas que involucran procesos de enseñanza-aprendizaje y de capacidades de coordinación (en el contexto de agendas de inves­tigación específicas a las que contribuyen)» (p. 191). Nuevamente, el foco está puesto en las actividades propias de los investigadores y sus expectativas respecto de cómo deberían responder los objetos de las prácticas científicas. De igual modo se dejan de lado las resistencias que oponen los objetos de estudio a su comprensión científica, además de los recursos cognitivos que deben movilizar los investigadores para controlar el lugar de trabajo.

El campo como lugar de experimentación

Los estudios de laboratorio, al crear un acceso empírico sobre el modo en que los científicos trabajan, permitieron redefinir un concepto fundamental de la filosofía de la ciencia ortodoxa: el experimento. Autores como Cartwright (1983), Hacking (1999) y, posteriormente, Galison (1987) y Rheinberger (1997), han intentado tener un acercamiento empírico y práctico con relación a qué es un experimento. Esta nueva concepción sobre la práctica experimental queda claramente expuesta en las investigaciones de Galison (1987) sobre cuándo un «experimento termina». Así, mientras que para la filosofía de la ciencia ortodoxa lo importante a analizar eran los resultados de los experimentos, para la nueva filosofía de la ciencia el análisis se establece en el proceso experimental. En consonancia con los estudios de controversias (Collins, 1985), estas filosofías han logrado subrayar que la interpretación de todo el proceso implica acciones y elecciones negociadas. En este sentido, los experimentos no son mecanismos inocuos para confirmar hipótesis. Ahora bien, este giro hacia las prácticas en la filosofía de la ciencia poskuhnianas con relación a la actividad experimental (Iglesias, 2004) parece reducir la experimentación a los laboratorios. ¿Es posible pensar en experimentos fuera de laboratorios?, ¿cómo se ven modificadas las características epistémicas de estos experimentos cuando son realizados al aire libre?

La experimentación no es una prerrogativa de los laboratorios. Kohler (2002a) ha demostrado cómo las ciencias de campo debieron optar por estrategias que les permitieran ganar legitimidad y credibilidad a sus reclamaciones científicas en un mundo de laboratorios. Parte de estas estrategias consistió en que los biólogos de campo debieron trasladar procedimientos y métodos propios de las ciencias experimentales a situaciones de campo. Aun así, las posibilidades de trasladar las condiciones que garantizan la práctica experimental al campo no estuvieron libres de dificultades. En su trabajo sobre la historia de los laboratorios como concepto, Guggenheim (2012) establece una definición que puede ser útil para clarificar y distinguir las especificidades de los experimentos de campo. Según este autor, el laboratorio es un «procedimiento» (más que un espacio físico per se) que produce una separación entre «un exterior» (un entorno que se considera insignificante para alguna reivindicación epistémica o invención tecnológica) y «un interior» (un entorno parcialmente controlado que se considera relevante para esta reivindicación o invención). Esta separación entre un interior y un exterior permite las dos características centrales del laboratorio: la «ausencia de lugar» y la «investigación sin consecuencias».

Debido a la distinción entre el interior y el exterior, el laboratorio es un mecanismo de generalización, ya que las afirmaciones epistémicas o los objetos derivados de los laboratorios pueden extenderse a otros entornos no controlados. Por este motivo, Kohler (2008) llama a los laboratorios «lugares sin lugar» (p. 766). Más precisamente, el laboratorio es un mecanismo de generalización porque consta de dos partes. Una parte, el laboratorio es estable, y la otra parte, el objeto de conocimiento (por ejemplo, una rata) es inestable. El entorno controlado se estabiliza y se conoce de antemano. Es una tecnología adecuada, en el sentido de que sus cualidades estables siempre producen la misma salida con la misma entrada. Así, el laboratorio permite lo que Krohn y Weyer (1994) llamaron «investigación libre de consecuencias» (p. 181). Observan que la ciencia trabaja con la promesa de «contención». Con esto quieren señalar que las operaciones prácticas en el laboratorio, al igual que las operaciones epistémicas de la ciencia, suponen que no tienen consecuencias en el mundo real y que, de tenerlas, se pueden revertir (Guggenheim, 2012).

Estas distinciones colocan a los laboratorios como los lugares privilegiados para la experimentación en la medida en que sus cuatro paredes permiten a los científicos obtener un control sobre sus objetos (Gieryn, 2006). Pese a ello, en la medida en que el laboratorio implica más un procedimiento que un «lugar» físico propiamente dicho, los científicos de campo han podido ingeniar prácticas experimentales que no se corresponden con estas dos características atribuidas por Guggenheim a los laboratorios. Precisamente, la «experimentación en la naturaleza» (Kohler, 2002b) de la biología de campo de principios del siglo XX consistió en una estrategia completamente diferente a la práctica experimental de los laboratorios. Estos experimentos utilizaron las propias características contextuales, «naturales», como condiciones para la experimentación. Mientras que los biólogos experimentales aprovecharon la falta de lugar de los laboratorios para ganar credibilidad, los biólogos de campo aprovecharon las particularidades de los contextos naturales de sus ámbitos de trabajo para realizar experimentos.

En esta línea, los trabajos de Vetter (2011) y de Bont (2015) han demostrado cómo las estaciones biológicas fueron diseñadas para poder realizar experimentos en entornos naturales. En este sentido, los estudios de campo podrían extender el interés de las filosofías poskuhnianas sobre qué es un experimento hacia otros tipos de espacios. En el vocabulario de Guggenheim (2012), las estaciones biológicas pueden considerarse como «locatorios», es decir, «lugares donde se pueden hacer afirmaciones específicas de conocimiento, que no son posibles en otros lugares» (p. 112). Son las características intrínsecas de estos lugares las que posibilitan el experimento, y la credibilidad de sus afirmaciones se establece a partir de una cuidadosa atención y selección de lugares adecuados para observar y medir. A diferencia de los laboratorios en tanto «espacios sin lugar», los locatorios son espacios con variables únicas puesta a favor de prácticas experimentales10.

Además de habilitar una práctica experimental «sin laboratorios», los trabajos sobre las ciencias de campo han avanzado en la caracterización de la naturaleza de estos experimentos al aire libre. Trabajos como los de Lorimer y Driessen (2013) y Gross y Hoffmann-Riem (2005) sobre ciencias de campo aplicadas como la restauración ecológica promueven nuevos marcos interpretativos para pensar qué es un experimento en esta disciplina. Categorías como «experimentos salvajes» (Lorimer & Driessen, 2013) o «experimentos en el mundo real» (Gross & Hoffmann-Riem, 2005) establecen concepciones diferentes sobre la práctica experimental propia de la ciencia de laboratorio, en la medida en que en el campo la investigación sí tiene consecuencias. Según Lorimer y Driessen (2013), los modelos experimentales ambientales «salvajes» comprometen ontologías, epistemologías, políticas y localizaciones muy diferentes a los experimentos realizados en laboratorios.

CONCLUSIONES

Luego de la elaboración de esta investigación, se concluye que la forma en que se construyen conocimientos verdaderos en las ciencias de campo se ajusta a algunas de las normas epistémicas discutidas por la nueva filosofía de la ciencia. En efecto, las ciencias de campo producen conocimiento a partir del diseño de dispositivos experimentales (Kohler, 2002a), dimensión discutida por Rheinberger (1997) y Hacking (1999), entre otros. Sin embargo, la construcción del objeto de investigación en el campo es bien distinta a la del laboratorio. Explicar en el campo implica analizar la dimensión espacial del objeto analizado, es decir, cómo se distribuye y moviliza en el lugar de investigación. Asimismo, explicar en el campo implica analizar cómo el objeto de estudio modifica, a la vez que es modificado por su contexto (de Bont & Lachmund, 2017). Por este motivo, experimentar en el campo implica intervenir y controlar un lugar no diseñado de antemano para investigar. Esta cuestión conduce a que los científicos de campo no solo deban poner bajo control su objeto de análisis, sino también a los agentes humanos y no humanos que habitan el territorio investigado (Kohler, 2011).

Retomando a Hacking (1996), se plantea que las ciencias de campo construyen el objeto que estudian a partir de intervenciones instrumentales. Sin embargo, las intervenciones propias de las ciencias de campo no solo refieren a la construcción del objeto de estudio, sino también al disciplinamiento de la vida humana y no humana del territorio indagado. Así, la episteme de las ciencias de campo expone la estrecha vinculación entre saber y poder (Foucault, 2006), cuestión muchas veces dejada de lado por algunos filósofos de la ciencia concentrados en analizar normas epistémicas universales (Martínez & Huang, 2015), pero no tanto en las dimensiones políticas de los conocimientos analizados.

La lección que aportan los estudios sobre ciencias de campo es que el lugar de trabajo es uno y triple al mismo tiempo. Primero, es un lugar de experimentación; segundo, es objeto de indagación; tercero, es un lugar de intervención. Por lo anterior, producir verdades implica, al menos, tres procesos: organizar prácticas materiales, considerar las dimensiones espaciales del objeto de estudio y poner bajo control el lugar de trabajo. Estas son tres de las principales dimensiones discutidas por los estudios sobre ciencias de campo (de Bont & Lachmund, 2017; Kohler, 2011). Si se toma esta lección en serio, entonces valdría la pena preguntarse: ¿no se superponen en los laboratorios esas tres dimensiones espaciales también? Si es así, entonces este trabajo puede enriquecer futuros aportes que aborden tanto a las ciencias de campo como a las de laboratorio, así como disciplinas que articulen trabajo en ambos espacios.

En futuras investigaciones sería interesante hacerles a las ciencias de laboratorio, o al menos a aquellas disciplinas que realizan gran parte de la investigación dentro de laboratorios, preguntas epistemológicas emergentes a partir de este trabajo, entre ellas: cuando las ciencias de laboratorio construyen su objeto de investigación, ¿indagan necesariamente sus dinámicas espaciales?, ¿es el laboratorio, en tanto lugar de experimentación, un sitio inestable, cambiante y fluido, así como lo es el campo?

NOTAS

arrow_upward 1 Siguiendo a Martínez y Huang (2015), se plantea que la «nueva filosofía de la ciencia» enmarca el trabajo de aquellos filósofos que, a partir de la década de 1970, concentraron sus análisis en los lugares de producción de conocimiento, así como en las prácticas efectivas de los investigadores mientras realizan sus investigaciones. Asimismo, el término sirve para diferenciar la «ortodoxia» en filosofía de la ciencia, representada por epistemólogos como Carnap y Popper.
arrow_upward 2 La afirmación de que exista algo denominado como «estudios sobre ciencias de campo» es más un deseo que una propuesta programática consumada. Un signo de la relativa marginalidad de los estudios de ciencias de campo en su casi completa ausencia en las introducciones y «handbooks» de los estudios CTS. En el caso de las primeras, ninguna de las tres principales introducciones a los estudios CTS escritas porKreimer (1999), Pestre (2006) y Sismondo (2010) dedicaron secciones específicas a los desarrollos sobre las ciencias de campo. En el caso de los handbooks, la única referencia a esta línea de investigación se encuentra en la tercera edición del trabajo de Hencke y Gieryn (2007). La compilación sobre los estudios de las ciencias de campo más importantes es Vetter, 2011, mientras que de Bont y Lachmund (2017) proveen excelentes trabajos sobre la historia de la ecología. Trabajos importantes en esta línea son de autores individuales como los de Kohler (2002a, 2011, 2019), Vetter (2016) y Ekerholm et al. (2017).
arrow_upward 3 Si bien utilizamos como recurso analítico las dicotomías campo/laboratorio y ciencias de campo/ciencias de laboratorio propuesta por autores como Kohler (2002a) o Stengers (2000), el punto no es construir una separación radical entre ambos espacios y tipos de ciencia, sino enfatizar qué novedades pueden obtenerse cuando se piensa la actividad científica desde el campo. Muchas de las características del campo como lugar de producción de conocimiento pueden observarse también en los laboratorios, aunque aparezcan menos visibles y veladas a los ojos de los analistas (Vetter, 2011).
arrow_upward 4 Además de los cuatro trabajos nombrados, destacamos el trabajo de Thill (1973), en la medida en que propuso una concepción praxiológica de la ciencia. Su fête scientifique promovió un acercamiento etnográfico que influyó notablemente en la propuesta latouriana de estudiar las «tribus científicas» (Latour, 1995).
arrow_upward 5 Si bien existen tensiones entre los estudios CTS y los desarrollos filosóficos contemporáneos, respecto del carácter contingente y localizado de la episteme científica, los estudios de laboratorio han sido un puente por el que se han comerciado numerosos conceptos y perspectivas entre ambos. Particularmente, pueden verse estas conexiones en los trabajos de Latour y Woolgar (1979) y Latour (1983) y las filosofías de Hacking (1996) y Rouse (2002).
arrow_upward 6 Mauz y Faugère (2013) exponen como investigaciones orientadas a identificar y clasificar especies, en particular la sistemática, se nutrieron de los avances de la biología molecular y el aporte de morfólogos para desarrollar conocimientos biológicos modernos por fuera de los estudios ecológicos.
arrow_upward 7 Muchos procedimientos científicos se establecen a partir de la eliminación del contexto: experimentos, razonamiento hipotético deductivo, pruebas randomizadas, pruebas estadísticas. En este sentido, Kohler (2019) señala que deslocalizar ha sido una característica de la ciencia moderna. Pero también, su contraparte (la contextualización) ha fundado muchas disciplinas. En este sentido, muchas ciencias sociales y naturales se han constituido como tal situando y contextualizando sus objetos. Tal es el caso de gran parte de la tradición antropológica en donde los observadores tratan a los contextos y a las situaciones, en las que ellos y sus objetos actúan, no como un conjunto de propiedades externas, sino como elementos esenciales del fenómeno que estudian. No solo en las mejores etnografías, sino también en estudios primatológicos y etológicos se procede situando a los objetos de estudio en sus contextos de acción (Vetter, 2011).
arrow_upward 8 El contraste se aproxima a la distinción hecha por Stengers (2000) entre ciencias de campo y ciencias de laboratorio. Stenger narra el surgimiento de las ciencias modernas conectadas a este dispositivo singular que es el laboratorio, un dispositivo para definir qué es y qué no es científico, y distinguir entre verdad y ficción. Mientras que el laboratorio está formulado a partir de un modelo legal, el campo tiene como propiedad intrínseca la relación indicial entre los científicos con sus objetos de estudio, donde se percibe que cada registro sólo tiene sentido en una situación única y local.
arrow_upward 9 Cabe señalar que las variaciones naturales, así como las intervenciones de los nativos del campo, nunca pueden ser puestas bajo control de forma absoluta. Siempre existen resistencias y focos de conflicto entre los científicos y su lugar de investigación (Kohler, 2002a).
arrow_upward 10 Ejemplos de locatorios pueden ser tanto entidades geográficas (por ejemplo, la Antártida o las islas Galápagos) o sociales (como un sistema político o económico específico) (Guggenheim, 2012).
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