Recibido: 13 de julio de 2022
Aceptado: 4 de octubre de 2022
El propósito principal de este artículo es presentar un análisis crítico sobre algunos de los planteamientos epistemológicos y filosóficos más destacados que se han elaborado desde el transhumanismo contemporáneo en relación con la actividad anatómico-funcional del cerebro y a la naturaleza de la consciencia. Desde ese punto de vista, se pretende considerar si el modelo hermenéutico tecnológico-instrumental que se promueve desde los planteamientos de la corriente transhumanista supone una variante comprensiva alternativa a la hora de dilucidar la complejidad ontoepistemológica de la consciencia. Para ello, se lleva a cabo una exploración sobre el modo en que el transhumanismo se ha centrado en ciertos campos tecnocientíficos para desarrollar una prospectiva concreta asociada a las potencialidades cognitivas del ser humano. En ese sentido, se toma en consideración ciertos avances concretos de la neurotecnología de vanguardia y de la neuromodulación artificial (implantología neural, dispositivos neuromórficos, reprogramación neuronal, cultivo controlado en laboratorio de cerebroides, etc.), así como de la inteligencia artificial. De este análisis se desprende un profundo escepticismo en torno a la posibilidad de que el enfoque transhumanista ofrezca un modelo prometedor para abordar exitosamente el antiguo problema de la relación mente-cerebro, ya que, pese al atractivo de algunas de sus especulaciones más audaces en torno a la condición bioantropológica del hombre y de la ontología de lo real, ha optado por actualizar una visión reduccionista y fisicalista de la mente humana.
Palabras clave: neuromodulación artificial, ontología digital, relación mente-cerebro, teoría computacional de la mente, transhumanismo.
The main purpose of this reflection paper is to present a critical analysis of some of the most prominent epistemological and philosophical ideas developed by contemporary transhumanism in relation to the anatomical-functional activity of the brain and the nature of consciousness. From this point of view, this paper considers whether the technological-instrumental hermeneutic model promoted by the transhumanist movement is an alternative, comprehensive variant to elucidate the onto-epistemological complexity of consciousness. To this end, this paper explores the way in which transhumanism has focused on certain techno-scientific fields in order to develop a concrete prospective associated with the cognitive potentialities of the human being. In this sense, it discusses certain specific advances in cutting-edge neurotechnology and artificial neuromodulation (neural implants, neuromorphic devices, neuronal reprogramming, controlled laboratory culture of cerebroids, etc.), as well as artificial intelligence. This analysis results in deep scepticism as to whether the transhumanist approach offers a promising model for successfully tackling the age-old problem of the mind-brain relationship because, despite the appeal of some of its boldest speculations about the bio-anthropological condition of man and the ontology of the real, it has chosen to update a reductionist and physicalist view of the human mind.
Keywords: Artificial neuromodulation, digital ontology, mind-brain relationship, computational theory of mind, transhumanism.
«No sé quién soy. No soy lo que sé»
Angelus Silesius (Johannes Scheffler)
El peregrino querúbico (1657)
El 14 de agosto de 1872, el célebre médico y fisiólogo alemán, Emil Du Bois-Reymond (1818-1896)
No obstante, esta peculiar supeditación ontológica (o sea, la de la mente respecto al cerebro), cuyo meollo quedaba toscamente ilustrado con la famosa expresión del zoólogo y filósofo
En definitiva, nos hallábamos ante uno de los escasos aspectos de la naturaleza que no podían ser reducidos a un substrato material. Siendo así, el determinismo mecanicista, tal como lo llegó a concebir Du Bois-Reymond, resultaba también insuficiente para servir de puente entre el universo mental y la actividad cerebral. De esta forma, su agnosticismo científico quedaba resumido emblemáticamente para la posteridad en la archiconocida máxima Ignoramus et ignorabimus («desconocemos y desconoceremos») y, con ello, se daba el pistoletazo de salida a una apasionada polémica sobre los enigmas del universo y la capacidad de la ciencia para dilucidarlos (Ignorabimus-Streit) que involucraría a gran parte de la élite de la academia científica europea del momento: Rudolf Virchow, James Clerk Maxwell, Karl Nägeli, Élie de Cyon, Ernst Haeckel, David Hilbert, etc.
Esta anécdota resulta aquí esclarecedora por un doble motivo. Por un lado, nos sugiere que a finales del siglo XIX, precisamente cuando se constatan avances serios en la localización de las funciones cerebrales (gracias a los trabajos de Paul Pierre Broca y Carl Wernicke), se asientan las bases de la neurofisiología (con el propio Emil Du Bois-Reymond a la cabeza, sin olvidar a Johannes Müller o a Ernst von Brücke) y se abre un nuevo horizonte de comprensión del funcionamiento neuronal y del sistema nervioso (con los estudios de Wilhelm His, Auguste Forel, Camillo Golgi o Santiago Ramón y Cajal), aflora también, aunque pueda parecer paradójico, la sospecha de que seguir sin ningún atisbo de crítica la senda estrictamente fisicalista (en cualquiera de sus más diferentes variantes) a fin de esclarecer de una vez por todas la naturaleza de la consciencia, conduce irremediablemente a un sombrío callejón sin salida. A lo anterior cabe añadir que, desde entonces, este debate no se encuentra ni mucho menos zanjado y que se muestra, ya a partir de la segunda década del siglo XX, con renovada fuerza.
El filósofo
Pues bien, es en este contexto particular donde reemerge con inusitada pujanza el discurso, un tanto nebuloso, del transhumanismo y su ofuscado interés por la actividad de la mente, hasta el punto de que, haciendo nuestro lo dicho por
La clave aquí tiene que ver con la íntima presunción de que el modo de conocimiento que atesora la empresa tecnocientífica puede solventar de un plumazo el viejo problema de la sustancialidad de la mente, de su sede o localización genuina. El avance de lo tecnológico ofrece a los ojos de algunos una retórica escatológica efectiva centrada en la sustitución de la organización material de la realidad (de redes neuronales se pasa a circuitos integrados), sin renunciar a los ya manidos argumentos del fisicalismo tradicional. Esta artimaña, más cercana a las refinadas estratagemas de la propaganda que a lo estrictamente científico, permite despachar el complejo asunto de la consciencia mediante su entrada en la horma de la teoría computacional. Pero no solo eso. El poder de la tecnología informática presenta un efecto disolvente de la ontología tradicional mediante la reconversión de los sistemas físicos en estructuras cuya interacción (tanto a nivel interno como con el entorno) se basan en el procesamiento de información. Una vez hecha esta transposición de sentido, aplicado a todos los órdenes de la realidad (incluidos los fenómenos vivos), se abren las puertas de par en par para una heurística omniabarcante, una teoría del todo con base en un orden inédito, opuesto al paradigma mecanicista, caracterizado por el «pancomputacionalismo» y el «paninformacionismo». El impulso de esta semántica de la información, bajo los parámetros de un naturalismo evolutivo, permite todo tipo de especulaciones, como la de la física «digital» —defendida, entre otros, por Edward Fredkin, Tommaso Toffoli, Stephen Wolfram, John Wheeller
El caso es que ni la irrupción de este orden ontológico digital, en la que descansa la teoría de la simulación, ni los espectaculares avances en el campo de la neurotecnología de los que estamos siendo testigos hoy en día, han contribuido de manera trascendental a desatar el nudo gordiano que atenaza tradicionalmente el escurridizo problema de la consciencia y de la relación mente-cerebro. Frente a ello, el transhumanismo ha tomado partido por una visión cientificista-tecnicista, al creer, a pies juntillas, en la omnipotencia de la racionalidad operativa que suele acompañar a la metafísica tecnológica contemporánea. Hay aquí un trasfondo de optimismo ingenuo que tiene que ver con el aura hipnótica y cuasi-mágica atribuida al avance de la robótica (siguiendo la tercera ley de Arthur C. Clarke)
El ascenso y el crédito creciente del transhumanismo en aquellos cenáculos de reflexión que trazan meticulosamente, con compás, escuadra y cartabón (ahora, en cambio, estaríamos hablando de modelos informáticos proyectivos), el futuro derrotero de nuestras sociedades constituye un indicador verdaderamente esclarecedor y ajustado sobre el modo en que se desea presentar la ciencia en el espacio de lo público. En este caso, encontramos que la certera representación o puesta en escena de su práctica, esto es, la estética tecnocientífica, alcanza aquí un poder mitogénico inaudito y se convierte, por sí mismo, en un mecanismo de legitimación central. Es más, el desmedido poder de sugestión, la potencia persuasiva del transhumanismo (transformado ya en un vaporoso imaginario de evocaciones utópicas) se ve acrecentado exponencialmente conforme se extiende el efecto de oscurecimiento que lleva a cabo sobre la propia actividad científica. Asistimos a una situación paradójica en la que la ciencia acaba siendo víctima de su propia aura proyectiva, es decir, de la envoltura de especulación visionaria con la que se arropa, cuyos tropos discursivos más relevantes se hallan condicionados por esta corriente de euforia desmedida en pos de lo tecnológico. En todo ello, aunque no es el único factor en juego, algo tiene que ver la función que ejercen determinadas estrategias dominantes de la comunicación científica en el disciplinamiento de la percepción y en el modo de adquisición de información por parte de las audiencias públicas a través de motivaciones que podrían considerarse «tendenciosas» o «sesgadas». Esta circunstancia no ha pasado en modo alguno desapercibida para la perspectiva transhumanista, cuyo alcance promocional es resultado, en el mejor de los casos, de exposiciones grandilocuentes que van a contrapelo de una información veraz y terminan convirtiéndose en mera propaganda de «hitos» científicos ligados a empresas tecnocientíficas privadas. Desde este punto de vista, la retórica transhumanista encuentra un grato acomodo en las lógicas de espectacularización científica, en la exhibición hiperbólica propiciada por el marketing del conocimiento, en los intereses que subyacen bajo la retórica agnotológica y, cómo no, en las férreas sujeciones de una economía de la atención.
Pero podemos incluso ir más lejos. El transhumanismo posee también la fascinante capacidad de escorar ideológicamente la presentación de la actividad científica, de tal manera que se convierta en la viga maestra sobre la que se construye un nuevo mundo que orbita obsesivamente en torno a lo que
Pues bien, uno está obligado a familiarizarse en detalle con este horizonte epistémico emergente si desea interpretar adecuadamente la ofuscada fijación neurocéntrica de los grandes representantes del transhumanismo. El cerebro se transforma aquí en un adversario formidable que resulta preciso descifrar bajo parámetros de dominio instrumental para hacer realidad esa especie de «antropotécnica» de la que habla Sloterdijk (
En este sentido, el transhumanismo, es preciso reconocerlo, ha tenido la enorme virtud de detectar con agudeza el alcance y las potencialidades del modelo aplicado de conocimiento que deposita su absoluta confianza en la ingenierización o control operativo del cerebro (y que, a un corto plazo de tiempo, podría conducirnos hacia un escenario factible de intervención de su fisiología a través de la implantología neural, de la reprogramación de circuitos neuronales mediante optogenética
Se repite una vez más, esta vez actualizada bajo la égida de una especie de utopismo religioso tecnófilo, la idea (elevada a ensoñación metafísica) del cuerpo como residuo, prisión, cloaca o incluso como sepulcro, cuyas raíces más profundas se hallaban disimuladas en el cosmos noético platónico y encuentran en el cristianismo una acogida sin precedentes cuando se impone el mandato paulino de renunciar a la condición de νηρ σαρκός (hombre carnal) en pos de experimentar una metanoia purificadora que provoque el surgimiento del νηρ πνευματικός (hombre espiritual)
En lo que se refiere a esta reificación incontenible de la naturaleza humana, expresada en el sistema nervioso central, es sabido que los hitos de intervención y estimulación tecnomédica en la topología fisiológica cerebral, aunque se adorne con todo tipo de oropeles mercadotécnicos, no son ni mucho menos novedosos y se retrotraen unas décadas en el tiempo. De hecho, podemos remontarnos a los años 50 del siglo XX para localizar los primeros ejemplos de neuromodulación artificial en laboratorio. Ciertamente, el potencial práctico y el alcance insospechado que encierra el mecanismo artificial de transformación del mundo a través del cerebro se expone de forma inquietante en los experimentos realizados por
Con todo, no nos llamemos a engaño. Las promesas y pronósticos que se lanzan alegremente a los cuatro vientos por el transhumanismo son, si nos paramos a pensar en ello, ostentosos brindis al sol. Esto no puede extrañar a nadie a estas alturas, ya que las suplementaciones tecnológicas que se auspician enfáticamente desde el transhumanismo insinúan en realidad una aspiración por tomar el control operativo de lo que es, y aquí hacemos un ejercicio de contención expresiva, muy difícil de controlar. Y eso supone inevitablemente incorporar aproximaciones harto simplificadas de la fisiología cerebral y de la propia consciencia que son fruto de un científicismo galopante y de un neurocentrismo autorreferencial. La tesis de que la naturaleza de la consciencia o el pensamiento puede ser explicada por completo con el refinamiento exploratorio de la neurociencia no deja de asombrar, por mucho que se insista en ello, cuando sabemos que componentes fundamentales de la mente y del «yo» se hallan «externalizados» y dependen de condiciones sociales, culturales y vivenciales concretas. Más aún, esta lamentable confusión suele trasladarse también a la investigación estrictamente «objetiva» del cerebro humano cuando se nos hacen pasar ciertas abstracciones anatómicas obtenidas mediante imagenología cerebral por reflejos exactos del funcionamiento neuronal. No es comparable el registro digital de unas cuantas decenas de miles de trayectorias sinápticas neuronales —como el conseguido por científicos de Google con el hemicerebro de la mosca de la fruta, (Drosophila melanogaster)—
Ahora bien, lo que no se puede perder de vista aquí es que, teniendo en cuenta que la intervención tecnomédica que se realiza sobre la actividad fisiológica de las estructuras neuronales puede provocar efectivamente una profunda alteración de la subjetividad humana, estamos asistiendo a un avance trascendental que puede ser susceptible de ser aplicado a las políticas estratégicas de la ingeniería social contemporánea. Así las cosas, corremos el peligro real de pasar de un conductismo persuasivo a nivel psicosocial (como lo propugnaban Gustave Le Bon, Wilfred Trotter, Leon Festinger o Edward L. Bernays) a un modelado tecnomédico del comportamiento colectivo. Esta posibilidad, que está siendo confirmada en parte cuando la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) nos habla ya de la incorporación de la llamada «guerra cognitiva» en sus estrategias de contienda híbrida y del cerebro como «el nuevo campo de batalla del siglo XXI», nos sitúa dentro de una tradición distópica alimentada por destacadas obras literarias que han forjado una influyente imaginería vinculada a la tecnociencia contemporánea como La isla del doctor Moreau (
El transhumanismo constituye uno de los legatarios más descollantes del relato mítico en torno al fértil universo de sentido atribuido a la metáfora maquinal que autores como
He aquí el quid del asunto. Porque, aunque pueda parecer sorprendente, el hecho concreto es que muchos de los protagonistas que, de una u otra forma, han terciado en la fundación y desarrollo de la IA se han dejado arrastrar, en el fondo, por la maleabilidad y ductilidad de los tropos narrativos asociados a la teoría computacional de la mente para crear novedosos y encomiásticos mitologemas (haciendo nuestro el concepto de Kerenyi)
A decir verdad, este imperativo tecnológico avizorado por el transhumanismo soslaya con gran habilidad el hecho de que las posibilidades de desarrollo de la IA se encuentran limitadas por el propio nivel de conocimientos que se atesoran en la actualidad sobre la naturaleza de la inteligencia humana. Por mucho que se haya insistido sobre ello, las líneas de trabajo en torno a la IA que se están llevando a cabo desde los años cincuenta se obstinan en el desacierto de basarse en un modelo altamente simplificado de la inteligencia humana. Se trata de una senda tortuosa que no lleva a puerto seguro porque, pese a los múltiples intentos operativos de imitación o emulación de pensamiento, hay una cosa que parece clara: la inteligencia humana y la artificial son radicalmente desiguales (
La razón de esta afirmación tan contundente resulta hasta cierto punto comprensible. No en vano, la IA trabaja con una concepción de inteligencia estrictamente universal, proyectada en un marco de pura abstracción, sin percatarse de que la inteligencia humana descansa siempre y necesariamente en un contexto sociocultural concreto. De ahí que las estrategias y los métodos de programación de la IA, aspecto fundamental relativo a la manera en que esta rama de la ciencia computacional interacciona con la realidad, posean un alcance reducido en la cuestión del alcance cognitivo de la deducción (o sea, en la generación de conocimiento) y de la causalidad (esto es, en la ordenación y dotación de criterios de relevancia para nuestros conocimientos sobre el mundo). Lo que se está dirimiendo en realidad es, en resumidas cuentas, si es factible trascender el mero cálculo e incorporar a los dispositivos artificiales aquellas conjeturas particulares que se nutren del sentido común cultivado y percibido por el hombre en su vida cotidiana. Y esto es algo que tiene su importancia porque, hoy en día, el proceder de la IA se atiene al radio de acción de enfoques deductivos de la inferencia o, ya a partir de los años noventa, a un patrón de inferencia deductiva que en ningún caso escapa de los marcos lógicos previamente fijados. El entorno en el que se desenvuelve la IA es, en definitiva, cerrado y sometido a un control mayúsculo y completamente previsible, algo opuesto a la experiencia humana de la realidad que, aclarémoslo por si hubiera alguna duda, es abierta, provisional y en continua transformación. En ese sentido, el procesamiento de datos y los análisis que de ellos se derivan a partir de ciertas operaciones de simulación de comportamiento (función realizada desde el aprendizaje profundo) o de la inducción automatizada resultan, cuanto menos, escasos y rudimentarios a la hora de abarcar y manejar la ingente cantidad de variables ocultas que son contempladas de forma natural por el ser humano durante su vida en los procesos de «inferencia subyacente» o de «inferencia abductiva» —por utilizar la terminología de
Hay otros aspectos sobre la IA vinculados a lo dicho hasta ahora y que, más que asentarse en un terreno sólido y estable, siguen abundando en un craso error teórico-conceptual y en ciertos espejismos fantasiosos. Señalemos dos ejemplos significativos. En primer lugar, está la aspiración, celebrada como algo seguro por los apologetas transhumanistas más entusiastas, para lograr una superinteligencia artificial (
Todo revela, en suma, que la tendencia del transhumanismo a simplificar la innata complejidad de la inteligencia humana, al subordinarla a la operatividad computacional contribuye, sin duda, a expandir una cosmovisión tecnocéntrica, centrada en una pretendida equiparación de la mente humana con la computadora. El escenario final arroja ciertas sombras amenazantes para el futuro de la ciencia y del reconocimiento del potencial intelectivo de un ser humano que, bajo las derivas actuales de la computación basada en datos, puede terminar convirtiéndose en un engranaje minúsculo dentro de una maquinaria imponente. Atendiendo a todo lo dicho, no hay duda de que la IA, proyectada desde la óptica transhumanista (plagada de entelequias y fascinaciones quiméricas), se enfrenta, al igual que la parábola narcisista encarnada por Dorian Gray (el personaje creado por el escritor y poeta irlandés Oscar Wilde), ante un atrayente retrato distorsionado de sí mismo.
El transhumanismo, no solo pone en grave cuestionamiento el paradigma asociado a la localización anatómico-cerebral de la identidad humana y su consciencia (mente-consciencia), sino que recupera la antigua cuestión filosófica sobre la posible «inmaterialidad» del yo para barajar algunas alternativas especulativas que tienen que ver con la ubicación de la identidad y de la consciencia humana en la periferia del dualismo psicofísico y antropológico tradicional. Si la mente humana se caracteriza por una información emergente que surge de los patrones organizativos de una red neuronal, puede ser posible replicarla artificialmente en un medio físico diferente. Esta hipótesis rompe con el clásico dualismo cartesiano que
La focalización en la actividad neuronal como condición suficiente (y no solamente necesaria) para la generación de las experiencias que se integran en la categoría de lo mental, abre un horizonte lleno de posibilidades en la producción artificial de la consciencia. Vayamos por partes. En primer lugar, en los últimos tiempos se empieza a sopesar con cierta circunspección, a medida en que avanza a marchas forzadas la ingeniería neural y la diferenciación dirigida en laboratorio de células madre, el experimento mental propuesto por Putnam en 1981 acerca de la posibilidad de mantener artificialmente la actividad de un cerebro separado del cuerpo y conservado en una cubeta (
Al margen de las cuestiones éticas (que constituyen harina de otro costal), todo esto saca a la palestra, una vez más, la cuestión relacionada con la adquisición de una consciencia inducida artificialmente y con el problema de la capacidad para distinguir experiencias propias del mundo frente a otras reguladas intencionalmente por mecanismos externos. A fuerza de ser reiterativo se ha de insistir, una vez más, en que dicho problema se plantea sobre premisas falsas, que descansan en un funcionalismo digital simplificador o en un reduccionismo fisicalista reductivo, al pretender que un cerebro aislado puede ser fuente única de la que emana una percepción coherente del mundo. El sentido, además de ser enderezado a través de condiciones materiales de carácter particular, se gesta mediante una red de significados que se construyen colectivamente, es decir, disposiciones que se articulan a partir de procesos sociohistóricos (
En segundo lugar, el ingenio visionario del transhumanismo da «otra vuelta de tuerca» en la alegoría computacional de la consciencia con una de las tentativas más pintorescas y «arriesgadas» para lograr una definitiva emancipación del yo de la evanescencia física del cerebro. Nos estamos refiriendo en este caso, claro está, a la tecnología de carga mental, también conocida como emulación de todo el cerebro (WBE). Se trata de un proceso teórico-futurista de escanear una estructura física del cerebro con la suficiente precisión como para crear una emulación del estado mental (incluida la memoria a largo plazo y el «yo») y transferirla o copiarla a un ordenador de forma digital. El ordenador ejecutaría, entonces, una simulación del procesamiento de la información del cerebro, de forma que respondería esencialmente de la misma manera que el cerebro original y experimentaría tener una mente consciente y sensible. La carga de la mente puede ejecutarse potencialmente por cualquiera de los dos métodos siguientes: el primero consistiría, a grandes rasgos, en copiar y cargar o copiar y borrar mediante la sustitución progresiva de las neuronas (lo que puede considerarse como una carga destructiva gradual), hasta que el cerebro orgánico original deje de existir y el segundo, en cambio, se apoyaría en un programa informático que emule el cerebro para tomar el control del cuerpo. La mente simulada podría estar dentro de una realidad virtual o un mundo simulado, con el apoyo de un modelo anatómico de simulación corporal en 3D. Otra posibilidad es que la mente simulada resida en un ordenador dentro de un robot (no necesariamente humanoide) o de un cuerpo biológico o cibernético. Sea como fuere, el propósito parece evidente. La inserción del estado mental emulado en un ordenador (ya sea mediante el escaneo y mapeo del cerebro orgánico original o mediante la sustitución gradual de las neuronas) pone en el horizonte de un futuro próximo la tesis de la ubicuidad cognitiva y, junto con ello, una probable modificación o incluso recreación artificial del ser humano —algo así como una «resurrección computacional» (
Aunque es preciso interpretar en sus justos términos esta teoría como lo que es, es decir, un simple vaticinio presuntivo con una enorme carga ideológica, se ha de reconocer su utilidad para desmontar algunas de las creencias que acompañan el avance de la neurotecnología y que son tomadas como auténticos hechos consumados. Por una parte, ofrece un fértil terreno para entrar de lleno en la larga controversia entre el enfoque del localizacionismo anatómico
Obviamente, no es posible detenerse aquí con minuciosidad en todas las implicaciones que cabe extraer de estas figuraciones hipotéticas. Sin embargo, conviene poner sobre la mesa un tercer tipo de abordaje que el transhumanismo cultiva con delectación a partir del tropo computacional. Se trata de la posibilidad real de modificar patrones adaptativos a través de la producción de una ontología simulada, en la medida en que se interviene en la dinámica de correspondencia entre los patrones de distribución espaciotemporal de la energía física (el estímulo proximal que es captado por los receptores sensoriales del ser humano) y la propia experiencia psicológica intransferible del individuo asociada a la interpretación de cada estímulo a la hora de dotarlo de sentido. No hay duda alguna de que esta premisa de partida, si se presta la atención adecuada, lleva a desvelar, como una certeza incontrovertible, una especie de ontología digital —la que identifica al universo con una computadora gigante, un autómata celular (
Ciertamente existen múltiples críticas, de las más variopintas y con diferentes niveles de profundidad, a este argumento tan manido en la retórica transhumanista. Hay quienes han percibido, no sin razón, un trasfondo soteriológico, de corte más próximo al neoplatonismo o al neopitagorismo, en los niveles de jerarquía ontológica que se desprenden de la tesis de un universo simulado (
Sea como fuere, una cosa parece clara: la simulación es una atribución cualitativa de la realidad que se constata únicamente en relación con una referencia ontológica que no pertenece a aquel orden de lo real y con la que se mantiene algún contacto (
El transhumanismo manifiesta la pretensión de emplazarnos en un contexto en el que, la supeditación de la mediación tecnológica contemporánea, transformada ya en un gigantesco entorno-horizonte de gestión cognoscitiva y pragmática del mundo, trastoca las claves hermenéuticas tradicionales de la subjetividad y de nuestro reconocimiento como ser corporal asido al mundo. Su trasfondo metafísico se aprovecha de una fuerza instrumental expansiva que parece no tener límites o freno alguno para recomponer los marcos de lo viviente (y de todo aquello que es merecedor de preservación) sobre la base de un imperativo de perfección técnica ininterrumpida.
Ahora bien, los férreos lazos de sujeción tecnológica que el transhumanismo reserva para el hombre contemporáneo, no solo supone una tentativa de ofrecer la seguridad de un cobijo primordial frente a la condición de extrañamiento y desamparo radical (Hilflosigkeit) en la que se encuentra, de acuerdo con una de las nociones más certeras e inspiradoras de
El autor declara que no presenta conflictos de interés financiero, profesional o personal que pueda influir de forma inapropiada en los resultados obtenidos o las interpretaciones propuestas.